Cancelar el debate sobre la cancelación
«¿Está bien, es moral, es aceptable que en una democracia liberal una persona que tuitea una opinión polémica sea despedido de su empleo solo porque lo ha pedido una turba?»
Para algunos, el único debate aceptable sobre la “cultura de la cancelación” (la tendencia a los linchamientos, generalmente en redes, para acabar con la reputación de individuos que sostienen opiniones “problemáticas”) es que no existe el debate. El debate es simplemente: ¿Debemos tener este debate? Y la respuesta es: no. ¿Por qué? Porque no existe ningún problema, y si existe, no es tan importante.
Sin embargo, en ningún momento los firmantes de la carta de Harper’s o del manifiesto promovido hace unos días en España (que firmo) sostienen que la “cultura de la cancelación” sea el problema más importante al que nos enfrentamos en Occidente. Solo afirman que existe un problema, y muestran una leve preocupación. Y estoy de acuerdo con muchos de sus críticos en que son textos ambiguos, sin casos concretos. Esto contribuye a la sensación de que no existe debate, de que es solo una abstracción o una especie de onanismo intelectual. Pero no lo es.
Incluso aunque aceptemos que no existe una “cultura” de la “cancelación” per se, es decir, una cultura que promueve incluso desde las instituciones la penalización pública de opiniones problemáticas, existen casos preocupantes de individuos que han perdido su empleo y reputación como consecuencia de sus opiniones. Y esto, en una democracia liberal, es algo que siempre debería preocuparnos.
Es indiferente si esas opiniones son realmente hirientes u ofensivas (igual que da igual si el chiste por el que fuiste multado por la Ley Mordaza es gracioso o no). Lo preocupante es que emitir opiniones heterodoxas tenga penalizaciones tan altas, que a veces incluyen la pérdida de trabajo. Hay quienes responden a esto: es la consecuencia de opinar libremente, es lo que tiene la libertad de expresión, que te pueden responder. Pero podemos estar de acuerdo en que lo deseable es que las consecuencias de lo que digo no impliquen la pérdida de mi empleo. (Entre opinar y correr el riesgo de perder el trabajo y no opinar y conservarlo la mayoría elegiría lo segundo, lo que empobrecería mucho la libertad de expresión).
También es indiferente a qué colectivos pertenecen las víctimas de cancelaciones. Da igual si el vilipendiado es el analista de datos David Shor, un joven que fue despedido de su empleo tras tuitear un artículo académico que explica que los disturbios tras el asesinato de Luther King ayudaron a vencer a Nixon, o el periodista de The Intercept Lee Yang, que fue acusado de racista por sus compañeros por dar voz en uno de sus reportajes a un joven negro que decía que su principal problema es la violencia entre negros (que es la que más muertes produce, algo que para muchos es un cliché ultraderechista) y no entre blancos y negros. Shor fue despedido después de que varios usuarios de Twitter avisaran a su empresa; la empresa, por miedo a una turba, lo despidió. Lee Yang tuvo que firmar una disculpa pública en la que pide perdón por su “insensibilidad ante la experiencia vivida de los demás” y conservará su trabajo si evita los comentarios que puedan herir a sus compañeros.
Hay muchos más casos. El periodista Matt Taibbi ha analizado varios más en su newsletter. Hay de personalidades importantes (la dimisión del director de opinión del New York Times, la de hace un par de años de Ian Buruma de The New York Review of Books, la cancelación de la publicación del libro de Woody Allen porque los trabajadores de la editorial, Hachette, se sintieron “incómodos”) y de gente, como Shor, que no tiene un perfil público y son completamente desconocidos. Hay algunos casos de gente polémica y otros que simplemente son daños colaterales, individuos anónimos que dijeron algo polémico en un mal momento. Es obvio que Mario Vargas Llosa o J.K. Rowling (acusada de ser antitrans y firmante de la carta de Harper’s) no corren el peligro de perder su trabajo o reputación. Pero pensar que las víctimas de cancelaciones son privilegiadas es falso.
Por ejemplo, Emmanuel Cafferty, un electricista latino, fue despedido porque alguien encontró una foto suya haciendo el símbolo de “OK”, que casualmente es también el símbolo del “poder blanco” (el pobre Isamu, uno de los protagonistas de Buenos días, la película de Ozu, también es un supremacista blanco). Uno de los miembros de la junta directiva de la Universidad de British Columbia fue despedido por darle like a tuits del teórico de la conspiración reaccionario Dinesh D’Souza y de Donald Trump. Un establecimiento de comida árabe en Mineápolis sufrió un boicot porque se descubrieron mensajes racistas y antisemitas de la hija del dueño cuando esta tenía 14 años (hace 8 años); la chica, empleada del local, fue despedida y el dueño del restaurante pidió disculpas públicas.
Quizá la manera más útil de debatir sobre la “cultura de la cancelación” es analizar estos casos concretos. ¿Está bien, es moral, es aceptable que en una democracia liberal una persona que tuitea una opinión polémica sea despedido de su empleo solo porque lo ha pedido una turba? A menudo muchos en la izquierda responden con cinismo: la empresa es privada y está en su derecho a despedir a quien desee, por el motivo que desee. Es un argumento extraño que nadie autodenominado de izquierdas usaría en otro contexto; por ejemplo, en el caso de los establecimientos que se negaban a atender a homosexuales. La empresa tiene la libertad de despedirte, la ley lo ampara, sí, pero supongo que estamos de acuerdo en que (y aquí corro el riesgo de ser naíf o de caer en el cliché) no todo lo que es legal es moral. El desdén de una parte de la izquierda hacia esto es preocupante: no hay un argumento, solo un intento cínico de dejar en evidencia al adversario o de ahogar el debate.
El debate sobre la cultura de la cancelación tiene muchos problemas. Por ejemplo, es a menudo muy local, no va más allá de la universidad y las empresas de medios, donde existe mayor activismo político. También hay problemas al trasladarlo a España, donde la mayor amenaza a la libertad de expresión está en la Ley Mordaza, todavía vigente. En EEUU, donde las leyes sobre libertad de expresión son mucho más laxas, el control de la opinión pública está externalizado en empresas privadas o en turbas puritanas. Como ha recordado el periodista Andrew Sullivan, en EEUU existe la Primera Enmienda, que protege la libertad de opinión, y por eso los estadounidenses son muy buenos controlando las opiniones de sus vecinos. Pero el debate existe, y todas las supuestas refutaciones (como esta pobrísima y siniestra de Andrés Barba en El País) son a menudo simplemente el intento desesperado de evitarlo.