Ho tornarem a fer… y lo volveremos a argumentar
«Si ustedes lo «vuelven a hacer» confío en que los poderes del Estado el tornin a impedir con todas las consecuencias que usted ya conoce»
En un vídeo promocional de su obra Lo volveremos a hacer. Cuando la injusticia es la ley, la desobediencia civil es un derecho, el autor, Jordi Cuixart, condenado a 9 años de cárcel por el delito de sedición, sostenía ahora hace más de un año que su prioridad como «preso político» no era salir de la prisión, sino denunciar la vulneración de derechos y libertades que con su condena se había producido. Cuixart, como el resto de condenados por el procés, no ha mostrado el más mínimo arrepentimiento sobre su conducta. A pesar de todo ello, Cuixart, como el resto de condenados, ha alcanzado, en un plazo inusitado, el «tercer grado», una «semi-libertad» que sólo le obliga a ir a la cárcel para dormir. Visto lo visto no parece exagerado afirmar que el sistema punitivo español ha fracasado estrepitosamente pues ninguna de las posibles funciones justificativas de la pena se ha satisfecho: ni se ha producido «resocialización», ni se ha retribuido por el mal causado, ni se ha generado desincentivo alguno para futuras intentonas ni restaurado la confianza en el sistema jurídico-penal, lo que los penalistas acostumbran a caracterizar como “prevención general positiva”.
Cuixart y sus cómplices sediciosos siguen insistiendo en que la celebración de un referéndum en el que una parte de la ciudadanía decida sobre la independencia de Cataluña es una nítida consecuencia de abrazar el ideal democrático y de respetar los derechos básicos del pueblo de Cataluña, y que volverán a procurar que así ocurra: ho tornaran a fer. Como sostuvo su defensa durante el juicio: «La voluntad de proteger a toda costa la indisolubilidad territorial española no puede acarrear una vulneración masiva de derechos fundamentales… esto fue exactamente lo que sucedió en las semanas previas al referéndum de autodeterminación de 2017 en Catalunya por parte de la actuación concertada de los tres poderes del Estado» (STS 459/2019).
Lo cierto es que esa «acción» concertada, s’ha de tornar a dir, fue la lógica, pulcra, proporcionada y legítima respuesta de un Estado democrático que trata de respetar los derechos fundamentales de todos los ciudadanos que tienen derecho a decidir sobre su futuro. Los sediciosos, s’ha de tornar a recordar, se concertaron para impedir actuaciones judiciales ordenadas por jueces de instrucción que investigaban gravísimos delitos cometidos por funcionarios y representantes públicos, entre los que figuraba también la malversación de caudales públicos y la desobediencia a los tribunales. En España, un Estado democrático donde impera la ley, la protesta no ampara –bajo la cobertura de la «desobediencia civil»– la intimidación, coacción o violencia contra quienes desarrollan las labores propias de la investigación judicial. ¿Hubiéramos aceptado como un límpido ejercicio de los derechos civiles que cuarenta mil militantes y simpatizantes del PSOE impidieran el acceso a las sedes de ese partido y otras dependencias gubernamentales en Andalucía cuando los jueces investigaban la gravísima corrupción de los ERE?
Porque, señores sediciosos, por enojosa que parezca, o tal vez risible, casposa incluso, la expresión «indisolubilidad territorial española» no ha de evocar necesariamente la esencia histórica «España» que propugnó la doctrina falangista de primera hora (una «unidad de destino» a salvaguardar por encima de cualesquiera voluntades individuales), sino algo mucho menos imperial pero sí imperioso desde el punto de vista democrático: que la disolución de la comunidad de esfuerzos que supone la existencia de una sociedad política no sea decidida sólo por una parte.
En los primeros días de septiembre de 2017 algunos «catalanes en el exterior», es decir, ciudadanos españoles con última vecindad administrativa en Cataluña e inscritos voluntariamente en el «Registro de catalanes residentes en el exterior» de la Generalidad, y que, por todo ello, disponían de la posibilidad de votar en el referéndum de independencia ex art. 6 de la inconstitucional Ley del referéndum de autodeterminación, exhibían orgullosos sus papeletas en las redes sociales. Uno de ellos, un investigador biomédico que reside en Inglaterra desde hace años, acompañaba la imagen con la proclama: «Esta papeleta no la podrán secuestrar. Espero que las vuestras tampoco«.
Las nuestras, la voluntad de quienes no somos residentes en Cataluña, ni «catalanes en el exterior», pero sí conciudadanos con fortísimas conexiones materiales y afectivas con esa parte de nuestro país, a quienes también interesa decidir si queremos o no ser ya siempre extranjeros en Cataluña, sí estuvieron secuestradas desde que se inició el procés. Señor Cuixart, ho tornaré a preguntar: ¿qué ideal democrático ampara semejante vulneración del derecho básico de todos los ciudadanos a decidir sobre asuntos que le son tan caros como el de la independencia de una parte de su territorio? No se me alcanza que para el caso de Cataluña dispongamos de justificación alguna.
Usted podrá seguir pensando y creyendo que Cataluña debería constituirse en una República independiente; podrá seguir usted manifestándose y expresándose en favor de ello (un Estado que se tilde de democrático y liberal no debe impedirlo), incluso si el fundamento tiene una (odiosa) base «étnica» (¿es así, señor Cuixart?). Pero si ustedes lo «vuelven a hacer» confío en que los poderes del Estado el tornin a impedir con todas las consecuencias que usted ya conoce.