THE OBJECTIVE
José Carlos Llop

Herencias truncadas

«La literatura crea un tejido que sostiene a la sociedad, aunque la sociedad no lo sepa o quiera saberlo. No sólo la sostiene: la nutre y enriquece, como nutre y enriquece la capacidad de las personas para relacionarse entre sí»

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Herencias truncadas

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La literatura crea un tejido que sostiene a la sociedad, aunque la sociedad no lo sepa o quiera saberlo. No sólo la sostiene: la nutre y enriquece, como nutre y enriquece la capacidad de las personas para relacionarse entre sí. Es la memoria de la tribu y es la radiografía de la humanidad proyectándose en el tiempo. Y ese tejido impide de muchas maneras que la sociedad como tal se deshilache y fracase. Porque la compacta con palabras y esas palabras –y en ellas las ideas y emociones– son una herencia que se transmite de generación en generación y como toda herencia necesita de cuidados. Es un error creer que cuando se hereda un fragmento de tierra pasa a ser de la propiedad de quien lo ha heredado. No: esa herencia es una responsabilidad para él –o para ella–. No es suya: es él –o ella– quienes pasan a ser de aquel fragmento de tierra: viven alquilados en él y tienen la obligación de cuidarlo y transmitirlo a sus herederos con los logros de ese cuidado. O dicho de otra manera más antigua: la tierra es de Dios y nosotros somos sus inquilinos.

Con la literatura ocurre algo muy similar. No es de sus oficiantes –escritores y poetas– y mucho menos aún de quienes se benefician de su estudio –cátedros, profesores o departamentos universitarios–. Estos últimos tienen una obligación superior, como la tienen los sacerdotes de cualquier religión. Pero no suelen cumplirla, como tantos sacerdotes vagos o laxos. ¿Y los escritores?, se preguntará; ¿no son los escritores los verdaderos sacerdotes de la literatura? No; su papel es otro, como lo es el de los profetas en la Biblia. Los escritores fundan. Los otros sólo recogen. Pero ambos contribuyen –o deberían hacerlo– a su mantenimiento.

¿Ocurre ahora; ocurría antes? La respuesta sería negativa en su primera parte y positiva en la segunda. ‘¿En qué momento se jodió el Perú, Zavalita?’ Cuando dejó de existir la tradición de enlazar una generación y otra, aunque fuera enfrentándose, me temo. En el momento en que los mayores ya no contemplaron a quienes venían detrás de ellos. En el momento en que se rompieron todos los puentes en beneficio de los que ya los habían cruzado. Après moi le déluge, sería el eslogan publicitario de esa operación, porque de publicidad también se trataba: de la propia, exclusivamente de la propia y con una maquinaria –la de la sociedad pop– que ni siquiera la Generación del 27, formidable en cuestiones de autopropaganda, soñó. Me refiero, por supuesto, a la llamada Generación del 70, que encontró la mesa puesta y la dejó desecha y el siguiente turno que arree. Pasa a veces con los hermanos mayores, cuando los celos y una excesiva consideración de su papel en la familia los dominan. La literatura también es una familia. O lo era.

Cuando la Generación del 70 sale a la calle, se encuentra con la Generación del 50 –desde Barral y Jaime Gil a Benet, Marsé y García Hortelano– y con restos del 27 –Aleixandre, principalmente, y después Guillén– que los acogen, de una manera u otra. Ocurre en literatura española y ocurre también en la catalana, que son las que conozco de cerca. No me aventuraré, por desconocimiento, en la gallega o vasca, pero supongo que algo parecido pasaría, no sé. Los entonces jóvenes poetas y escritores se hallan, pues, con ese tejido que crea la literatura en la sociedad y con esa tradición que enlaza distintos tiempos hasta llegar al que ellos viven y los sitúa, para aceptar o rechazar lo que deseen. Para entroncarse o desarraigarse. Para vivir en la casa o abandonarla. Pero la casa existe y ellos, pese a la guerra y la postguerra, la encuentran en un estado más que aceptable y la usan y emplean para su propio reconocimiento. Ríanse de las fantasías de Valle Inclán o de Gómez de la Serna subido a un elefante. La mayoría de miembros de la generación del 70 aprendieron a vender su producto y su personaje –anuncio de ese producto– como si Andy Warhol, un suponer, cumpliera las funciones de maestro.

Todo esto es estupendo pero a medida que fueron y han ido llegando, otros, encontraron y encuentran la casa vacía. Sus predecesores han vendido los muebles. Hasta las chimeneas y las puertas –con sus marcos– han vendido pro domo sua. No a favor de la casa que hallaron, sino de su apartamento particular, del que se compró cada uno con la venta de los restos. No hay puentes. No hay tradición. El tejido está roto y por ahí se cuela todo: no hay jerarquías intelectuales. De aquí lo que ocurre ahora: los hallazgos de asuntos más vistos que el tebeo, los sucesivos descubrimientos de América, las interpretaciones cortas de miras, el éxito de la escritura más insulsa y paro por no faltar. Las cosas como son y no hay por qué molestarse, aunque tampoco dar gato por liebre, que es hábito frecuente. Efectivamente: la desintegración está servida. Pero lleva demasiados años servida. De ahí, también, los males –políticos y sociales– de nuestra sociedad. No exagero: no existe el tejido que nos aseguraba la caída.

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