Falló el Rey, pero sobre todo la Corte
«La espantá del Rey emérito, tótem de una época, tiene algo, por eso, de confesión de inopia, porque es improbable que poner tierra de por medio solucione nada en la propia institución que ahora encabeza su hijo –si es que no lo agrava–»
En un comunicado con sabor tardodecimonónico, la Casa Real ha anunciado que el rey emérito abandona España. En la carta hecha pública por la Jefatura del Estado, Juan Carlos I aduce su «afán de servicio a España» para explicar a Felipe VI su decisión «ante la repercusión pública que están generando ciertos acontecimientos pasados de mi vida privada». Esos acontecimientos los hemos ido conociendo con cuentagotas en los últimos años tras otros tantos de silencio y un mirar para otro lado generalizado en la prensa española, y son ciertamente escandalosos: desde los presuntos cobros de comisiones millonarias a la actitud adolescente, hortera y caprichosa con amantes. La propia carta y el comunicado de la Casa Real evidencian los dos planos que se superponen en toda monarquía: las cuestiones de Estado y los aspectos personales/familiares. Es lo que hace atractivas las monarquías para un gran público, y ahí está el éxito de la serie The Crown, entre otras.
Por eso, pese a todo el ruido y el perjuicio que puede causarle, el comunicado de Felipe VI incluye en el último párrafo una loa que hemos leído estos últimos tiempos (y que seguro que leeremos en los próximos días): «El Rey desea remarcar la importancia histórica que representa el reinado de su padre, como legado y obra política e institucional de servicio a España y a la democracia». ¿Cómo no entender al hijo? En cambio, ¿cómo esperar que el gesto de marcharse parezca suficiente a una sociedad legítimamente escandalizada por el comportamiento de su jefe de Estado durante casi 40 años? La espantá del Rey emérito, tótem de una época, tiene algo, por eso, de confesión de inopia, porque es improbable que poner tierra de por medio solucione nada en la propia institución que ahora encabeza su hijo –si es que no lo agrava–. Una vieja costumbre que practicaron algunos de sus predecesores, como Isabel II en 1868 o Alfonso XIII en 1931 (de ahí que el mismo Juan Carlos naciera en Roma, y no en España, en 1938), pero que ahora se antoja impracticable, un canto del cisne a viejas formas y privilegios legales que ya no son tolerables.
Difícil papel institucional y personal el que ha de interpretar Felipe VI, que por momentos parece haber llegado a tiempo para salvar la institución pero otras ligeramente tarde. Nadie sabe qué pasará en la siguiente generación, aunque seguramente el «factor biográfico» y el paso del tiempo jugarán a su favor siempre que se le perciba como un Rey probo, además de eficaz. Menos comprensible es la actitud de muchos monárquicos juancarlistas, incapaces de entender que su defensa en estos días explica, precisamente, por qué Juan Carlos se sintió impune para actuar como actuó. Elogiar el legado del Rey para ponderar sus faltas es un ejercicio fútil que puede conducir a la peligrosa y arcaica conclusión de que el fin justifica los medios. Churchill fue un factor clave para que los Aliados ganaran la Segunda Guerra Mundial, pero los británicos lo mandaron a casa en unas elecciones el mismo año de la victoria. Una sociedad madura sabe diferenciar. Y es que en España falló el Rey, pero sobre todo la Corte.