La cinefilia es una parafilia
«Los cinéfilos confunden su memoria personal con la del cine. Yo creo que son como los gnósticos: unos herejes que dicen tener la verdad»
Desde que existe el cine, existen cinéfilos empeñados en negar su existencia. Por cada persona que comenta lo último de Santiago Segura hay cinco afirmando que eso no es cine. Yerran, al parecer, quienes piensan que éste es proyección de imágenes en movimiento. Ni lo son las películas de superhéroes (según Scorsese) ni lo eran las bélicas (según Jean Gabin). Por no ser cine, ni siquiera lo era Ciudadano Kane (según Sartre). De ahí que suceda como el comunismo y solo podamos hablar del cine realmente existente.
Tal y como sostiene Vicente Monroy (Toledo, 1989) en su muy estimulante Contra la cinefilia (Clave intelectual, 2020), los cinéfilos confunden su memoria personal con la del cine. Yo creo que son como los gnósticos: unos herejes que dicen tener la verdad. Por eso se vuelven tan irritantes cuando tratan de explicarse. Una cosa es catar una esferificación de atún en el figón de Sergi Arola y otra, contar tu experiencia con sinestesias y argot de gastrónomo. De gustibus non est disputandum dejaron dicho, con razón, los teólogos medievales. Quien lo probó, y solo quien lo probó, lo sabe. Por supuesto, la comparación es injusta: para igualar en iniquidad al cinéfilo, el gastrónomo debería reprochar a su abuela que sus lentejas no son auténtica comida.
Respeto que cada uno tenga sus parafilias, pero es una grosería sacarlas a relucir a las primeras de cambio. En una reunión social no es preceptivo hablar de Lars Von Trier hasta la tercera copa. Para ser expresadas, ciertas pasiones tienen que ser compartidas. Por eso las mitologías personales resultan cargantes a quien no participa de ellas. Es más fácil escuchar toda la discografía de Queen (y ya son ganas) que tomarse un café con un fan de Queen. El bizantinismo, que es la cultura sin vida, no está solo en las ringleras de libros apolillados que pueblan las bibliotecas. Tan bizantino -y, por ende, tan coñazo- es el amigo que te cuenta los goles de Prosinecki en el 92 como el que te da la turra con los calcetines de Cary Grant en Con la muerte en los talones o los pantalones cortos de Clark Gable en Mogambo.
Un primo mío, camarógrafo de profesión, aprendió a amar el cine con los bodrios de Michael Bay. Como es sabido, las vocaciones son un veneno que se instila gota a gota. Por eso, en cuestiones culturales, atar en corto es una chapuza. Cuando tratan de reconvenirme para que «revisite» Casablanca, noto esa mezcla de cariño y torpeza que Popy Blasco detectó recientemente al comerse unos macarrones en un bar de carretera: parecían hechos por una madre amorosa que le pega a la botella.
¿Será cierta la frase de Elizabeth Moreau en Les sièges de l’Alcazar, incorporada por Monroy en el frontis de su libro, que reza que a todos los cinéfilos les huele mal el aliento? Lo dudo. Cierto es que algunos tienen trazas de Saturnino Bermúdez, el erudito local de La Regenta que enseñaba a los lugareños de Vetusta a valorar tal o cual pintura porque tenía «pátina», sin que nadie supiera qué significaba eso. De haber nacido hoy, Saturnino blandiría la Cahiers de Cinema y habría montado un cinefórum. Porque nuestros cinéfilos no tienen halitosis, pero huelen a viejo.
¿Exagero? Quizá, pero lo mismo podría decirse de los amantes de la literatura. En un relato titulado «Afueras de la ciudad», incluido en su espléndido La playa y el tiempo (Tres Hermanas), Ernesto Calabuig (Madrid, 1966) habla de la emocionada reacción de un escritor al ver un dibujo de su hijo. Al advertir del triunfo de una mirada desinterada, algo hecho por el mero placer de hacerlo («un relato menos, un dibujo más»), el escritor cae de hinojos y enmudece. Aún dedicándose a la redacción de palabras, el muy bobo solo puede responder al niño con «la necesaria admiración callada que nos sobreviene tras una pieza musical que acaba de conmovernos. Un puro destello de ingenuidad, libertad y belleza, mucho más grande que cualquier suma de palabras».
Algo parecido le sucedió a André Bazin, tal y como cuenta Monroy en su originalísimo ensayo, después de ver Paisà de Rossellini. Corría el otoño del 46 y a Bazin le tocaba abrir un coloquio, pero estaba tan sobrecogido que solo acertó a barbotar sonidos ininteligibles. Hizo bien. Donde las cosas están, huelga contarlas.