Una vida centenaria
«Su vida resume la historia de una nación que se ha transformado de arriba abajo en estos cien años»
«En medio del camino de la vida/ me vi perdido en una selva oscura,/ la buena senda errada y la andadura,/ cuando el alma vagaba adormecida», escribe Dante al principio de la Divina comedia. En la antigüedad, ese punto intermedio de la vida se situaba en los treinta y cinco años –así lo hacían los salmos y así lo recoge el inmortal florentino–, una edad que ya no retiene ni la ternura de la infancia ni la ingenuidad del adolescente, aunque tampoco alcanza los rasgos crepusculares de la vejez, esa mezcla –a veces no bien resuelta– de experiencia y desengaño. Una tía de mi mujer, la Hermana María Luisa Sánchez, de la Congregación de las Misioneras Cruzadas de la Iglesia, cumplió cien años el pasado viernes, de modo que los versos del poeta no se ajustan precisamente a su biografía. Nació en 1920 en San Bartolomé de las Abiertas, una pequeña localidad cercana a Talavera de la Reina. En España gobernaba por aquel entonces Alfonso XIII y de joven pudo ver su exilio y la llegada de la II República, con ojos que ya no eran de niña. El rigor de la Historia todo lo abrevia –también esa inocencia privativa de la niñez– y a la República le siguió la guerra civil, el cambio de régimen y el hambre de la posguerra, antes de cumplir los treinta y cinco. Pero la mitad de su camino no tuvo lugar en 1955 –la edad del Dante–, sino mucho después, cuando nuestro país disfrutaba ya de los efectos regeneradores del plan de estabilización y se hablaba de un milagro económico español, como antes se había hablado de un milagro alemán. Sin embargo, a los cincuenta años –en 1970–, todavía le quedaba mucho por conocer: el retorno de la Corona y la instauración de la democracia, el ingreso en Europa y el cambio de valores de nuestra sociedad, el triunfo de la Transición y la crítica situación actual.
Realmente su vida resume la historia de una nación que se ha transformado de arriba abajo en estos cien años: de una sociedad rural, encorsetada en su estructura estamental, a otra más libre y abierta, aunque también confusa y contradictoria. También resume el esfuerzo de tantos españoles por reconciliar su país y que ahora algunos quieren echar por la borda. La bautizaron en latín de acuerdo al rito tridentino –un precioso eslabón del pasado que nos remite a Trento–, un ritual centenario que cambió de lengua tras el Concilio, como la liturgia y los rezos. Hay un misterio aquí –la muda de las oraciones, la muda de las costumbres– que tal vez nunca lleguemos a entender del todo, y está bien que así sea. A pesar del carisma misionero de su orden, la Hermana María Luisa nunca abandonó España, si bien recorrió su extensa geografía de convento en convento: de Zamora a Madrid, de Madrid a Granada… Durante años fue la encargada de cocina del Mara, el colegio mayor de las Misioneras en la capital, por lo que conoció a miles y miles de jóvenes. Era también la consecuencia de una personalidad extrovertida que se esforzaba por ver el bien en los demás. Creo que ese optimismo suyo era lo que le permitía moverse sola en metro por Madrid hasta bien pasados los noventa o cruzar en coche –todavía hoy– el territorio peninsular para reunirse con su familia, y eso explica la prodigiosa fecundidad de su vida. Precisamente porque ha amado mucho es muy querida, lo cual contiene más de una lección: valemos el peso de nuestro amor y de nuestro servicio, de nuestra entrega y de nuestra rectitud. ¡Felicidades, Luisa!