El racionalismo en política
«Hoy sabemos, o deberíamos saber, que las personas más racionales son extraordinariamente buenas, ante todo, racionalizando lo que ya opinaban antes»
Ando estos días leyendo The Best and the Brightest, el libro de David Halberstam sobre la administración Kennedy-Johnson, en una vieja edición de bolsillo que pierde alguna página cada vez que pasa por el capazo de la playa. Halberstam era un hombrón que estuvo en Vietnam en la primera hora de la intervención americana escribiendo para el New York Times cuando eso aún le importaba a alguien -Vietnam y el New York Times-, y llegó a liarse a bofetadas con la policía política survietnamita en defensa de algún colega. También las tuvo tiesas con el establishment diplomático-militar y con los periodistas oficialistas del «China lobby», en ambos casos por atreverse a insinuar que el emperador iba desnudo, lo que ya se podía intuir a la altura de 1964 después de zapatiestas como Ap Bac y el levantamiento budista. La cosa solo iría a peor, pero Halberstam había cambiado de aires para entonces: en 1965 se marchó a la Polonia comunista de Gomulka y se casó con una de las actrices más famosas del país, Elzbieta Czyzewska -sale en esa peli maravillosa e inencontrable que es El manuscrito encontrado en Zaragoza, restaurada en los 90 por empeño personal de Jerry Garcia y Scorsese.
The Best and the Brightest es, por resumirlo groseramente, una crónica de cómo los tíos más listos de América metieron a Kennedy, y después a Johnson, en el fregado más gordo de la década: uno que estuvo a punto de llevarse por delante la precaria paz social del país y que, junto a la crisis del petróleo del 73, finiquitó el optimismo ingenuo y brutal del «destino manifiesto» para siempre -lo que va entre Reagan y el 11-S lo podemos considerar un estrambote new age. El libro comienza con el delicado proceso de selección de ese «gobierno de los mejores» que iba a encabezar Jack Kennedy. Mientras los Galbraith, Sorensen y Schlesinger armaban el teatrillo de un «Camelot» consagrado a renovar el ideal americano tras los años grises de Eisenhower, los puestos decisivos iban llenándose de personalidades de un corte distinto; hombres salidos del Establishment -con mayúsculas, tal como lo escribe Halberstam- de la política de Estado americana, más conservadores pero también más afines al racionalismo y la practicidad del propio Kennedy. Hombres como Robert MacNamara, que había ganado fama en la guerra mundial haciendo números para las fuerzas aéreas, y que en la posguerra ayudó a relanzar la Ford mediante el «management científico» y llegó a presidente de la compañía. O como McGeorge Bundy, el hijo perfecto de la aristocracia bostoniana: una combinación imbatible de cuna e inteligencia, decano de la Facultad de Artes y Ciencias de Harvard a los treinta y cuatro y miembro de la Academia Americana un año más tarde.
Halberstam tiene un pulso envidiable de escritor y sus retratos son impagables, sin destruir nunca o casi nunca al personaje -algo de lo que hay mucho que aprender por estos pagos; incluso un cronista mucho menos dotado para la sutileza como Oliver Stone se detiene siempre un instante antes de la astracanada en la apreciable película sobre su némesis Nixon. Nixon, por cierto, acabaría cargando con buena parte del muerto de los Whiz Kids de Kennedy -bien es verdad que varios de ellos eran de impecable pedigree republicano-, en un gran escamoteo mediático-cultural de culpas, modelo de tantos que han venido después. Watchmen hubiera ganado si Alan Moore se hubiera atrevido a sustituir los fantasmagóricos y tópicos Nixon y Kissinger por un Kennedy biónico rodeado de infalibles MacNamaras y Bundys enarbolando tarjetas perforadas. Pero ya el propio Bobby Kennedy, un tipo fascinado por la «dureza» en política, estaba reescribiendo la historia en vísperas de su asesinato, empujado por la ola anti guerra demócrata que encabezaba Eugene McCarthy.
Ignoro si Halberstam llegó a leer a Michael Oakeshott, que en 1962 había publicado Rationalism in politics. El filósofo y el reportero con cuentas que ajustar acaban entonando, con estilos muy diversos, melodías parecidas; que no han de resultarle extrañas a nadie que haya conocido la política por dentro. Hoy sabemos, o deberíamos saber, que las personas más racionales son extraordinariamente buenas, ante todo, racionalizando lo que ya opinaban antes. Sabemos, o deberíamos saber, que la política representativa es, también, un oficio; y que se aprende, o no. (El brillantísimo McGeorge Bundy perdió unas elecciones aún en la veintena y no quiso volver a pasar jamás por proceso alguno de refrendo democrático. Cuando Lyndon Johnson fue a contarle a su mentor, Sam Rayburn, qué grupo tan extraordinario de mentes había reunido Kennedy, este le respondió: «Estaría más tranquilo si uno solo de ellos se hubiese presentado a sheriff alguna vez».) Y que las respuestas de la máquina nunca son mejores que las preguntas que le formulamos. De las tarjetas perforadas y los fatigosos cuestionarios de MacNamara se contaba una historia en la época: los empleados de la secretaría de Defensa vuelcan en la supercomputadora todos los datos enviados desde Vietnam y los departamentos estadísticos y preguntan «¿Cuándo ganaremos la guerra?». Después de unos días de digestión de los cientos de miles de tarjetas, emerge la respuesta: «La guerra se ganó en 1965». Escribo este artículo veraniego con los pies hundidos en la hierba del jardín, como dicen que Brian Wilson escribía sus canciones en un cajón de arena californiana. El rey emérito se ha marchado de España y vuelven las burras de siempre al sempiterno trigo. Llevo más de dos años escribiendo que cada generación tiene que aprenderlo todo por sí misma. También, claro, los límites del racionalismo en política -y en todo lo demás-.