El timo posmoderna de la estampita
«Tanto aquí como fuera de aquí, nunca antes la educación superior había sido más cara ni más quimérica la incorporación laboral futura al ámbito de conocimiento cursado. Nunca. Y sin embargo, seguimos engañando a los jóvenes – y a los padres de los jóvenes- con el cuento de la sociedad del conocimiento»
Euforia comedida en las portadas de alguna prensa porque un ranking, el de Shanghái, coloca a 13 universidades españolas entre las 500 mejores del mundo. Acaso el mito más popular y creído del tiempo presente sea la fantasía ecuménica de que vivimos en eso que llaman la sociedad del conocimiento, una época nueva en la que, asegura la leyenda urbana, la inversión en educación se habría convertido en el gran factor determinante del progreso tanto de los individuos como de los países. Así, a decir del cuento ubicuo, el sistema económico actual requeriría, y como condición primera, indiscutible e insoslayable, niveles de capacitación académica y técnica cada vez más altos y exigentes por parte de los trabajadores. Algo que suena bien, incluso muy bien, pero cuyo único inconveniente reside en que es mentira.
Porque, contra la creencia casi universal en sentido contrario, ocurre que no existe ninguna evidencia empírica que demuestre que una mayor inversión en educación haga más ricos a los países. Simplemente, no existe. Resulta, sí, contraintuitivo, pero es que la realidad suele ser contraintuitiva. He ahí, sin ir más lejos, el caso de España. El día que murió el general Franco, por más señas el 20 de noviembre de 1975, el PIB de nuestro país equivalía al 82% del correspondiente a la media del entonces Mercado Común Europeo. Bien, transcurridos cuarenta años justos desde aquella fecha, el 20 de noviembre de 2015, el PIB de España en relación al de los quince miembros originales de la CEE, o sea excluyendo del cálculo a los nuevos socios del Este, representaba prácticamente lo mismo, un 87% para ser precisos.
Comparamos, no se olvide, un país, la España del desarrollismo de los sesenta que todavía arrostraba niveles vergonzosos de analfabetismo adulto, con otro en el que los cursos de posgrado universitario, de cualquier materia además, se anuncian en la televisión y en grandes vallas publicitarias repartidas por las calles principales de todas las ciudades. Tras miles y miles y miles de millones de euros invertidos a lo largo de casi medio siglo en extender y mejorar nuestro sistema educativos, y en todos los niveles de enseñanza, desde la primaria hasta los terceros grados universitarios, la posición económica de España en relación a los principales países de su entorno prácticamente se ha mantenido inamovible. Por lo demás, nadie trate de buscar explicaciones castizas y domésticas al fenómeno. Porque eso mismo ha ocurrido en todas partes. Con la única y singularísima excepción de Irlanda, nota discordante que merecería un artículo aparte, todas las economías de los Estados miembros de la Unión Europea presentan hoy el mismo peso relativo dentro del conjunto que hace cuarenta años. Nadie, pues, se ha hecho más rico que el resto por enfatizar el gasto en educación. Por no haber, ni siquiera hay relación estadística significativa alguna entre el nivel de conocimientos y habilidades matemáticas de la población de un país y su grado de desarrollo económico. También suena, lo sé, muy contraintuitivo, pero igualmente resulta ser cierto. De ahí que Estados Unidos sea un país muchísimo más rico que Armenia o Serbia, pese a que la pericia matemática del norteamericano medio sea manifiestamente inferior a la del habitante medio de cualquiera de esos dos países.
Porque el gran mito solo es eso, un mito. De hecho, en la realidad ocurre justo lo contrario de cuanto prescribe toda esa charlatanería ubicua a cuenta de la manida sociedad del conocimiento. Solo el 20% de los empleos que genera la economía más compleja y sofisticada del mundo, la norteamericana, requiere de quienes los desempeñen la posesión de un título universitario. Todos los demás, el 80% restante, pueden ejecutarse sin ningún problema contando con estudios de secundaria como máximo. Pero el 40% de los jóvenes norteamericanos sigue insistiendo en endeudarse hasta las cejas para cursar un grado universitario que la mitad nunca desempeñará en la práctica a falta de un empleador que los contrate. Aunque los norteamericanos tienen mucha suerte. Solo la mitad de sus universitarios ocupará empleos por debajo de su cualificación académica a lo largo de toda la vida laboral, un porcentaje casi irrisorio si lo comparamos con ese 75% de los graduados universitarios españoles que jamás ejercerá la profesión que estudió. Tanto aquí como fuera de aquí, nunca antes la educación superior había sido más cara ni más quimérica la incorporación laboral futura al ámbito de conocimiento cursado. Nunca. Y sin embargo, seguimos engañando a los jóvenes – y a los padres de los jóvenes- con el cuento de la sociedad del conocimiento. Es la versión posmoderna del timo de la estampita.