THE OBJECTIVE
Pablo de Lora

Cristalero, puta, sicario, ministra

«No me extraña que la ministra gane 75.000 euros al año. Ni David Copperfield haciendo desaparecer la estatua de la libertad.»

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Cristalero, puta, sicario, ministra

EFE

¿Qué trabajos son más peligrosos? ¿Quiénes los desempeñan? ¿Deben ser mejor remunerados?

Las dos primeras preguntas se antojan susceptibles de obtener una respuesta consensuable, basada en ciertos hechos o datos que no dependen de nuestros valores, preferencias o deseos. Así, con respecto a la primera cuestión, podríamos admitir que una métrica robusta resulta de considerar aquellos empleos en los que se producen más accidentes laborales con resultado fatal o lesiones. Tal es el caso de la construcción, por ejemplo. Sobre la identidad de quienes los desempeñan la caracterización es infinita: podríamos, por ejemplo, indagar cuántos de ellos tienen de signo zodiacal Sagitario o cuántos tienen un gato cuyo nombre tiene la F como segunda letra. Nada de eso parece muy relevante y sí en cambio su sexo biológico (atención: no identidad de género). Al menos resulta muy relevante en estos tiempos nuestros. De acuerdo con las estadísticas oficiales del Ministerio de Trabajo, del total de 487 trabajadores muertos por accidente laboral en 2019, 453 fueron hombres y 34 mujeres, o, como se diría hoy con lenguaje inclusivo: personas trabajadoras identificadas al nacer como de sexo masculino o de sexo femenino. Los primeros representan, pues, el 93% y las segundas el 7%.

Cierto es, sin embargo, que «trabajo» no es un fenómeno natural, sino más bien un haz de relaciones jurídicas establecidas y configuradas por normas. Aunque en el lenguaje delincuencial es común denominar «trabajito» al encargo hecho a un individuo (frecuentemente identificado al nacer como de sexo masculino y de procedencia eslava) para que acabe con la vida de otro o le propine una paliza, ese tipo de encomiendas no son tenidas como «empleos» sometidos al Estatuto de los Trabajadores, ni lícitos contratos de obra o servicios, ni la categoría «sicario» se incluye en la Clasificación Nacional de Ocupaciones. Tampoco por cierto la de trabajador del sexo, y mucho cambiaría la actual desagregación de la peligrosidad y riesgos laborales si incluyéramos a las prostitutas en el cómputo.

Si las consideráramos trabajadoras, sería harina de un costal diferente la de si, por ejemplo, debieran ganar más que la camarera del local donde prestan sus servicios sexuales puesto que su trabajo reviste mayor peligro, es más insalubre o penoso. Aquí enfrentamos un asunto de naturaleza muy diferente, que ya no es el de los datos o hechos brutos, sino que tiene que ver con la justicia que Aristóteles caracterizaba en la Ética a Nicómaco como «conmutativa», la que «corrige los modos de trato voluntarios». Es intuitivamente muy plausible que de resultas de la libre transacción entre sujetos competentes, con información suficiente y sin manipulación o engaño, el riesgo del trabajo pueda incrementar su precio ceteris paribus. Hay gente pa tó, como se dice que dijo un torero a Ortega.

¿Existe alguna instancia externa capaz de sobrepujar a las partes –sean estas los contratantes individualmente considerados o sus representantes mediante la negociación colectiva- y fijar el valor y condiciones salariales de tales empleos? Sí: la actual Ministra de Trabajo y la de Igualdad, las cuales, junto con los sindicatos UGT y CCOO, han firmado el pasado 30 de julio un llamado Acuerdo para el Desarrollo de la Igualdad Efectiva entre Hombres y Mujeres en el Trabajo. Su meta es transparente: acabar con la disparidad salarial entre sexos (supongo que los no binarios tendrán que decantarse) a la que también coadyuva el hecho de que siendo los hombres quienes mayoritariamente desempeñan tareas más arriesgadas, cobran más por tal concepto, una consecuencia, señalan, de los «estereotipos de género». Y es aquí donde aparece en escena el célebre cristalero. Por ilustrarlo en sus términos más cristalinos: ¿por qué la limpiadora que limpia los cristales desde dentro del edificio habría de cobrar menos que quien –típicamente un varón– lo hace por fuera colgado como Pinito del Oro? La ministra no sólo está dispuesta a sostener, en este y en muchos otros casos, que el precio ha de ser equivalente, sino también su valor; el de la tarea y el de quien la lleva a cabo, ahí es nada. Uno, por supuesto, está muy tentado de preguntar qué credenciales permiten a la ministra, los sindicatos o el Instituto de la Mujer (a quien se encarga hacer las guías de buenas prácticas para la negociación de esos complementos salariales) tener este arrojo epistémico y axiológico, pero este asunto lo dejaremos para otra ocasión.

Uno también alcanza a pensar que tal vez una manera de cerrar esta manifestación de la brecha de género salarial sería incentivar que hubiera más mujeres cristaleras, pero no, no se trata de eso. De lo que se trata es de introducir la perspectiva de género en la evaluación de los riesgos laborales. Habla la ministra: «El objetivo es muy sencillo: que no se hipervaloren los elementos que concurren en los puestos masculinizados y que no se infravaloren los feminizados como hasta ahora hemos vivido». ¿No es prodigiosa la semántica? Repare el lector en que para referirse a lo que en lenguaje recto Carlos Cano llamaba «currelante», disponemos de «puestos masculinizados»; para el «cobrar más», «hipervaloración»; y, para el «peligro de romperse la crisma» o similares, tenemos «elementos concurrentes». Simplifico, reduzco, ma non troppo.

Pero ahí no queda todo. Necesitamos alguna forma de corregir la «hipervaloración». Y para ello contamos con el documento La perspectiva de género en la prevención de riesgos laborales (2019) auspiciado por el Ministerio de Trabajo y editado por UGT, en cuya página 9 se lee: «No debe seguirse utilizando un enfoque neutral en la realización de las evaluaciones de riesgos laborales ya que los riesgos a los que están expuestas las trabajadoras quedan infravalorados». ¿Dónde está la bolita?, ¿dónde está la bolita? Ahora resulta que lo que sea peligroso o arriesgado será aquello que posibilite a las personas trabajadoras identificadas al nacer como de sexo femenino ganar lo mismo que los currelantes. Despojado de su cemento armado semántico, se desvela un ejemplo de manual de falacia moralista: «Como X (cristalero con arnés en el piso 20 del Empire State) e Y (limpiadora con fregona en la recepción del piso 0) deben ganar lo mismo, los trabajos de X e Y son igualmente peligrosos».

¿No es prodigioso? No me extraña que la ministra gane 75.000 euros al año. Ni David Copperfield haciendo desaparecer la estatua de la libertad.

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