La maldita rentrée
«Ya advierte Shakespeare de que si pasas demasiado tiempo de vacaciones, la diversión constante termina siendo tan agotadora como el trabajo»
¡Ya estamos todos de vuelta! Salvo unos cuantos afortunados, sin hijos en edad escolar, que han podido prolongar su estancia en la segunda residencia gracias al tele-trabajo, los demás estamos abocados a sufrir durante los próximos días la melancolía –cuando no la angustia– de eso que los franceses llaman la rentrée.
Bajo ese sofisticado sustantivo se oculta la cruda realidad del retorno a los quehaceres cotidianos, laborales o académicos tras la pausa de las vacaciones estivales. Como diría Chrissie Hynde en una de las canciones más bellas de The Pretenders, Back On The Chain Gang. O sea, de vuelta a la cadena de trabajo. Con todo lo que eso implica.
Según un estudio del instituto Ipsos difundido en agosto en el país vecino, el 30% de los padres galos se sienten muy estresados ante la inminencia de la vuelta al cole. Las razones de la angustia son, por este orden: inseguridad, desconfianza en el nivel del personal docente, miedo al suspenso y a las dificultades de integración…
Agreguen a estas preocupaciones habituales la catástrofe del Covid-19[contexto id=»460724″] y añádanle a la receta amenazas propias del nuevo curso como la recesión, el deterioro del mercado laboral y que los ERTE terminen convirtiéndose masivamente en ERE. De acuerdo con una encuesta pre-veraniega de la consultora No Com para el diario Expansión, el 47% de los españoles están más asustados por la crisis económica que por la sanitaria. Y no es fácil que el plan de sol y ocio que nos hemos permitido estas últimas semanas logre hacernos olvidar lo que (previsiblemente) se nos viene encima, aunque ayuda.
Si lo han pasado ustedes de rechupete durante ese merecido periodo de asueto, ¡enhorabuena! La acumulación de buenos recuerdos es uno de los mejores remedios contra la desazón del reencuentro con la rutina diaria y sus exigencias profesionales, familiares y sociales. Si han tenido, además, la precaución de hacer con el smartphone innumerables fotos, selfies o vídeos, tanto mejor.
Ese material gráfico insoportablemente amateur es un antídoto al que recurrir sin vacilación ante el menor atisbo de bajón emocional. Por no hablar de su innegable utilidad como herramienta para disolver, cuando uno es el anfitrión, reuniones que se eternizan a base de chupitos innecesarios, anécdotas zafias y chistes fuera de tono.
Si, por el contrario, su asueto agosteño ha resultado una verdadera catástrofe, aplíquense por favor dos reglas de oro formuladas por un par personajes por los que profeso gran respeto y simpatía. La primera, del semi-olvidado novelista británico Arnold Bennett: «Nada como unas vacaciones fallidas para reconciliarse con una vida de trabajo duro». La segunda, del ilustre tabernero madrileño y filósofo de barra Sacha Hormaechea: «No les cuente usted sus penas a los amigos. ¡Que les divierta su puta madre!».
Ahora que nadie nos oye, les confesaré que mi veraneo 2020 ha sido particularmente bueno. Lo cual es bastante excepcional porque a veces tengo el gafe con estas situaciones –mi sufrida esposa pueda confirmarlo– y ocasionalmente soy víctima, parafraseando a Daniel Handler, de una serie de catastróficas desdichas.
Cuando no nos pillan inundaciones en Austria (2002) o un apagón en Nueva York (2003), estoy a punto de ahogarme en Brasil (2000) o nos libramos por poco del atentado a las Torres gemelas (2001) o del Huracán Katrina (2005). Y no le cuento las peores situaciones para no asustar a unos colegas que están deseando que este periodo de alarma sanitaria se supere para irnos juntos a Provenza…
Así que este año no me puedo quejar de dos semanas altamente gratificantes en Cádiz, donde lo más chungo que nos ha sucedido es no poder conseguir una reserva en Cataria. Claro que nos consolamos divinamente en un novísimo restaurante del Puerto de Santa María –anoten el nombre porque no se van a acordar– llamado Tohqa… O sea que miel sobre hojuelas, salvo que la intensa agenda social visitando a amigos por media provincia me ha impedido escribir una sola línea de una novela que le debo a mi ¿agente? –lo pongo entre paréntesis porque tengo dudas de que aún me aguante– desde hace una década.
Al final, como le pasa a cualquiera, ya estábamos saturados de tanta puesta de sol fantástica paseando descalzos sobre la arena de playa. Completamente hartos de tanto pescaíto frito y tanto vino de Jerez maravilloso. Totalmente ahítos de no hacer nada.
Ya advierte Shakespeare de que si pasas demasiado tiempo de vacaciones, la diversión constante termina siendo tan agotadora como el trabajo. Y Paulo Coelho apunta que, en tales circunstancias, la mayoría de las personas suelen soñar más con el regreso que con la partida. ¿Acaso tendrá razón Christian Bobin al sentenciar que no hacer nada es un oficio difícil y muy poca gente está capacitada para hacerlo bien
En fin, que ya estamos aquí de nuevo con las baterías cargadas, preparados para afrontar con torería y valor (Gabinete Caligari dixit) la maldita rentrée. La lista de tareas es temible pero factible: limpieza general del piso –que había quedado algo desatendido en vísperas de la huida–, ingentes lavadoras y visita obligada a la tintorería (¡aquellas deliciosas tortillitas de camarones del Ventorrillo El Chato!), reaprovisionamiento urgente de víveres y bebidas, compra a última hora de material escolar, revisión de los gastos inesperados en los que hemos incurrido durante el veraneo y repaso desesperado de todas las cuentas bancarias… ¿Podremos retrasar el pago de la Visa o hacernos los tontos con la hipoteca? Lo normal, vaya.
Lo único positivo de este inevitable regreso es que, dado el estado en que han quedado mis finanzas, en las próximas semanas voy a salir poco y consumir menos. Bueno para la prevención del contagio y fatal para esos sufridos bares y restoranes que, huérfanos de comensales foráneos, tanto necesitan de nuestro apoyo. Pero de eso hablaremos, si me lo permiten, la próxima semana…