Damas andantes en la Corte Suprema
«Asistimos estos días a una auténtica apoteosis civil, de las que tanto necesita una república atribulada. Hay un acuerdo universal sobre su inteligencia, su quijotesco sentido de la justicia, y su encantadora humanidad»
En 2013 tuve la ocasión de visitar por primera vez la Corte Suprema de los Estados Unidos, de la mano de un íntimo amigo mío que entonces trabajaba con el Juez Alito, como uno de sus clerks: esos brillantísimos/as jóvenes abogados que empiezan así fulgurantes carreras jurídicas.
Es la visita más impresionante de las que pueden hacerse en ese gran parque temático de la República que es el Mall de Washington, D.C. Desde la fachada de templo griego, uno siente la solemnidad, el honor et onus de la Justicia. Pero es sobre todo en la Gran Sala, con sus murales que representan los grandes legisladores de la historia, desde Hammurabi y Moisés a Napoleón, donde uno entiende que está en un lugar sagrado. Eché de menos a Alfonso X, cuyas Siete Partidas son aplicadas a veces por los tribunales de Estados cuyo territorio alguna vez fue sujeto a la corona española.
Entre otros privilegios de esta visita no turística, pude entrar en el despacho de la Justice Sotomayor, la primera mujer latina en sentarse en el bench. Allí husmeé entre los libros de su biblioteca personal no especializada, y descubrí enseguida una pareja significativa: Don Quijote de la Mancha y algún volumen de Game of Thrones estaban codo a codo. Pensé: es como si los libros de caballerías hubieran sido rescatados del fuego del cura y el barbero, pero despojados a cambio de toda caballerosidad y afán de justicia.
Ha fallecido Ruth B. Ginsburg, la segunda mujer en sentarse en la Corte Suprema, cargo que como es sabido es vitalicio. RBG fue una mujer extraordinaria, como acreditan las diversas hagiografías audiovisuales que tantos estamos viendo estos días (documentales y biopics). Asistimos estos días a una auténtica apoteosis civil, de las que tanto necesita una república atribulada. Hay un acuerdo universal sobre su inteligencia, su quijotesco sentido de la justicia, y su encantadora humanidad que le permitía intimar con sus máximos opositores ideológicos en el tribunal, como Antonin Scalia.
Pero nada hay hoy en la opinión pública americana que no sea objeto de polarizada división de opiniones. Y en verdad que hay motivo, pues la jurisprudencia de la Corte Suprema no solo ha contribuido a consolidar la lucha por los derechos civiles y la igualdad de la mujer (causas que suscitan una casi universal adhesión). También ha sido el ariete con el que se han legislado nuevos derechos fundamentales que no figuraban en el texto de la Constitución. De modo que se han sustraído los debates correspondientes (el aborto, el matrimonio homosexual, etc.) a la deliberación política en las instituciones legislativas representativas y por parte del electorado mismo.
Trump —que se mostró convincente al recibir con sorpresa y pesar la noticia del fallecimiento de RBG— no ha tardado en dejar clara su intención de presentar un nominado, de entre los que ya tenía «en lista». Buena parte del voto socialmente conservador tolera las excentricidades del presidente con tal de que cumpla su promesa de poner jueces conservadores en la Corte Suprema. El jaque mate sería una mayoría de jueces dispuestos a anular aspectos fundamentales de Roe v. Wade, la sentencia que hizo del aborto un derecho. Trump ha cumplido con creces su promesa (Kavanaugh, Gorsuch, y ahora seguramente una jueza), aunque no ha sido tan claro el impacto de la orientación conservadora en las decisiones del tribunal.
Este movimiento suscita dudas por la precipitación (aunque no hay ninguna norma que establezca procedimientos ni plazos concretos). Pero quizá sobre todo porque dejaría una Corte claramente escorada ideológicamente, que quizá acabe frente a una administración demócrata con una agresiva agenda ideológica. ¿Se pierde así el sentido de centralidad y de institucionalidad? Es posible. Pero también suena bastante al juego de checks and balances en que consiste una república que no es una democracia radical. Juega en contra de Trump que en 2016 los republicanos se negaron a aceptar al nominado por Barack Obama unos meses antes de abandonar la presidencia. Pero ese mismo argumento deja desarmados a los demócratas. En todo caso la situación es levemente distinta, pues entonces Obama no tenía mayoría en el senado. Y ahora, hasta los senadores más críticos con Trump —como Mitt Romney— han sugerido que estarían dispuestos a aceptar a quien nomine. En todo caso, el alto tribunal deberá navegar el desgaste de una institución cuyo prestigio mítico está muy dañado por la politización de los nombramientos desde hace decenios y la polarización de la vida política.
Parece que entre las principales opciones que maneja Trump está Amy Coney Barrett, una profesora de la Universidad de Notre Dame, donde tuve el gusto de poder verla en acción y de ser su vecino de barrio. Barrett llama la atención de lejos por su juventud (48 años), sus siete hijos, y por sus convicciones católicas, tan arraigadas como las de la propia jueza Ginsburg, que era de religión judía. Pero entre quienes han trabajado con ella, suscita también una universal aclamación a su talento y rigor jurídico. Parece más probable sin embargo que nombre a Barbara Lagoa, una jueza cubanoamericana de perfil ortodoxo en el conservadurismo legal.
Del lado demócrata tienen complicado contraargumentar, dado el precedente inmediato. Pero algunos manosean ya el «botón nuclear» de proceder a una reforma legislativa que amplíe el número de sillones en la Corte Suprema, que no está fijado por la Constitución, de modo que pueda reequilibrarse la mayoría conservadora. Tampoco faltan las llamadas a desprestigiar al tribunal. Pero sobre todo van proliferando las insinuaciones dirigidas a despojar a la Corte Suprema de sus poderes cuasi-legislativos como intérprete de una living constitution, que ha sido la visión progresista durante decenios.
Sorprende este abandono del activismo judicial para abrazar el textualismo originalista, que ha sido la clave interpretativa aplicada por los conservadores desde al menos los años 80. El originalismo defiende que al juez le corresponde aplicar el sentido original del texto legal, y su principal promotor fue Scalia, el amigo de Ginsburg. En realidad, no es extraño que este cambio de filosofías se suscite en este momento en el que los progresistas pierden poder y quieren “conservar” lo alcanzado. Lo divertido es que —al mismo tiempo— desde las filas conservadoras se promueve una revisión de la estrategia originalist. Usando argumentos del teórico liberal-progresista Ronald Dworkin, el catedrático de Harvard Adrian Vermeule propone una interpretación de la constitución de acuerdo con las exigencias del bien común, conforme a la tradición legal clásica del derecho natural. Pero —al contrario que los liberal-conservadores— afirma que esto justifica el ejercicio de competencias regulatorias por parte del Estado para salvaguardar bienes como la salud o la prosperidad económica ante una crisis sanitaria.
Aunque esta posición es minoritaria en el movimiento judicial conservador, en los mentideros de la Federalist Society y en las revistas y webs conservadoras no se ha hablado de otra cosa en los últimos meses. Especialmente desde que Neil Gorsuch —uno de los fichajes de Trump para la Corte Suprema, con credenciales teóricas impecables— aplicó recientemente una norma de no discriminación por sexo de los años 50 como si cubriera —en el momento de ser aprobada— la discriminación por la orientación sexual. Algo que el sentido original del texto no podía contemplar.
Al fin y al cabo un Supreme Justice está ante todo para impartir justicia. Lo cual exige aplicar la Constitución y las leyes, pero también aplicar otros principios jurídicos inherentes a cualquier ordenamiento jurídico. Y en ese juicio no sigue necesariamente las preferencias del Presidente que le propuso para el cargo.
Mi amigo que fue clerk de Alito, tiene entre sus anécdotas más preciadas la vez en que coincidió en una cena con el mítico Scalia. No sé cómo salió a relucir su mutua pasión por G.K. Chesterton, y ambos acabaron recitando al alimón y de memoria el poema Lepanto, que en traducción de Borges culmina:
¡Don Juan de Austria
Ha dado libertad a su pueblo!
Cervantes en su galera envaina la espada
(Don Juan de Austria regresa con un lauro)
Y ve sobre una tierra fatigada un camino roto en España,
Por el que eternamente cabalga en vano un insensato caballero flaco,
Y sonríe (pero no como los Sultanes), y envaina el acero…
(Pero Don Juan de Austria vuelve de la Cruzada.)
Puede que esta vez sea investida en caballero una dama. Y puede que decida ser andante y desfacer entuertos. De momento Amy Coney Barrett no ha dado señales de abonarse a ningún aventurerismo interpretativo, sino que apela siempre al texto de la ley y su interpretación rigurosa. Ni siquiera es seguro que Trump quiera hacer una cruzada. Sobre Trump saldremos de dudas el sábado. Sobre quien sustituya a Ginsburg, es probable que tengamos que esperar décadas.