El gran tostón del yo
Es la trivialidad lo que predomina en la «autoficción» o en la literatura de testimonio, y sin embargo es cada vez mayor la exaltación totalmente acrítica que de ese tipo de libros se hace en los medios
No habrá que cansarse de recordar que la historia de la literatura es la historia de los textos literarios, en absoluto la historia de los escritores, y sin embargo, cuán a menudo sucede que es escribiendo estrictamente sobre ellos mismos cuando quienes escriben dan lo mejor de sí, cuando, despojados por fin de la ficción (que no, seguramente, de la pura fantasía, de la fabulación…), se consideran con derecho a lanzar un testimonio cabal y autorizado de las cosas que vivieron o presenciaron, y a sacar conclusiones, muchas veces epilogales, casi a modo de legado final, sobre todo ello.
Por supuesto, el largo prestigio del género de las «memorias» se basaba en el presupuesto razonable de que era invariablemente practicado por hombres y mujeres que tenían algo que decir. Pero eso también cambió, y de las solemnes memorias se pasó a las leves memoirs, un revolucionario subgénero narrativo que se basaba en el relato de algo también autobiográfico pero parcial, un foco puesto sobre una sola parcela de la vida: el retrato de un familiar, la crónica de una enfermedad, una estancia de varios años en algún lugar lejano o, en su defecto, algún viaje especialmente transformador, o tal vez una profunda crisis personal, una depresión, un cambio de trabajo traumático, un descenso a algún tipo de infierno personal… Esas narraciones subjetivas tenían muchas veces carácter ejemplar o incluso moralizante, pretendían ayudar a los lectores a afrontar o superar situaciones semejantes o… En fin, no quiero hacer teorías apresuradas sobre cosas que todo el mundo sabe: lo que quería decir es que eso también ha cambiado, y que lo que predomina ahora, en el famoso «género del yo», son memoirs escritas, como siempre, con mayor o menor talento, pero cada día más triviales: un divorcio, una mudanza, una semana en China… «Jamás escribas libros sobre sitios a los que hayas viajado de paso», decía Danilo Kîs, y eso podría extenderse a todo. Yo mismo, naturalmente, comparto la mentalidad de este tiempo y comprendo sin el menor problema que un mes de postración por una ciática puede dar lugar a una obra maestra incontestable (no porque se aproveche esa convalecencia para escribir una biografía de Tolstói, sino porque uno se concentra en su propia situación y «se sincera», se recrea en su propio dolor y escribe, en fin, «un libro honesto, descarnado…»), y que ahora, cuando ya nadie invade Rusia ni irrumpimos dentro de un gran caballo en ningún lado que no sea el parque de atracciones, unas semanas en un nuevo trabajo, como el que contó la siempre sobrevalorada Amélie Nothomb en Estupor y temblores, puede ser algo relativamente épico, o que un cambio del papel pintado de la pared puede dar lugar a una parábola minúscula pero encuadernable, con sus ochenta paginitas… De modo que dejando a un lado los libros de duelo (no sólo por respeto elemental sino porque, mejores o peores, merecen indiscutiblemente otro estatuto), ahora mismo es la trivialidad lo que predomina en la «autoficción» o en la literatura de testimonio, y sin embargo es cada vez mayor la exaltación totalmente acrítica que de ese tipo de libros se hace en los medios, en los suplementos o a la hora de premiar.
Ya que ya he mencionado a Nothomb, no me importa remarcar que los franceses, siempre tan adelantados, también nos llevan mucha ventaja en el camino de la banalización de la literatura, no sólo la del yo, y también dan testimonio del modo incomprensible con el que se celebran libros que pueden ser correctos, sí, pero también abrumadoramente superficiales. De Vuillard sólo he leído un libro y eso es poco para arriesgarme, pero véase el caso de Echenoz, por ejemplo: un escritor aclamado que se limita a escribir brevísimas biografías parciales de Ravel, de Zatopek, de Tesla… identificando supuestamente (supuestamente) lo más revelador, pero quedándose en mi opinión en la inanidad más insustancial: las decenas de miles de lectores que mantean en las librerías esos libritos parecen no mirar ni de reojo las heroicas biografías de miles de páginas que hay allá al lado, resultado de años llenos de trabajo, esfuerzo, meditación, buena documentación y, por supuesto, mucho más talento literario y narrativo que el de esos aplaudidos libros ligeros (que suelen llevarse el Goncourt). Por el contrario, los franceses que me gustan, como los siempre irregulares pero claramente buenos Modiano, o Quignard o esa variante cristiana de este último que es Bobin… también practican la brevedad y la fecundidad editorial, pero logrando escarbar un poco más en aquello que traten: es, digamos, una brevedad justificada, no tramposa… No es una brevedad perezosa, es una brevedad… suficiente. Son libros fragmentarios, sí, pero completos.
A mí, de verdad, me gustó mucho (mucho) Cambiar de idea, de Aixa de la Cruz, pero quienes leyesen antes sus cuentos o La línea del frente… ¿están de acuerdo con el clamor que eleva ese último libro suyo a lo más alto de su obra hasta hoy? O, por seguir con libros que de verdad (de verdad) me han gustado, está el Amor intempestivo, de Rafael Reig, pero no dejo de darme cuenta de que se trata de un libro muy sencillo (suprema virtud literaria) no sólo en el fondo sino también en la forma y hasta algo poco personal en su mirada, y me irrita un poco el entusiasmo general: éste es con diferencia el libro que, particularmente, más me ha gustado y atrapado de Reig, pero he leído libros suyos incomparablemente más meritorios, más ambiciosos y en cierto modo más logrados, más plenos. ¿Por qué gusta tanto éste, donde no cuenta en el fondo casi nada, y nada sorprendente o memorable? Y, sobre todo, ¿por qué todo el mundo habla de «un libro honesto»? ¿Por qué estamos tan acostumbrados a considerar honestidad la intromisión en la privacidad de los demás, comprometiéndola? ¿Una «confesión», un «abrirse en canal», un…? No sé, igual Ordesa sí lo fue (también había una admisión del propio alcoholismo por parte de Vilas, y, como aquí, un conmovedor homenaje a los padres…), pero todo lo que se lee en Amor intempestivo es bastante intercambiable con la experiencia de casi cualquiera, todo muy bien contado pero bastante olvidable. Para que no lo fuera necesitamos algo más que saber detalles físicos de alguna de sus amantes, etcétera. Habría cientos de ejemplos posibles, aunque escogiéramos exclusivamente, insisto, entre los libros valiosos, como los dos citados. Pero libros que hoy parecen rompedores y radicales podrían ser perfectamente diminutos y aun ridículos para la siguiente generación de lectores.
Es posible, además, que se haya producido un desplazamiento hacia la narrativa del yo clásico de la poesía lírica (que no es que sea el género del yo por antonomasia, sino por puro paroxismo), como si de repente la alegría de contar algo de siempre se hubiese visto sustituida por el alivio de explicarse, de saberse contado. Y aunque eso suponga lanzar piedras contra mi propio tejado (una especialidad mía, al parecer), merecerá la pena explicar esa impresión un poco mejor, y dedicar otro día una página al peculiar, enfermizo, pueril, sentimental, desesperado y desesperante yo de los poetas.
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