La grandeza del secundario
«Los matices estaban en la entonación de su voz y a él se le buscaba precisamente por su particular hieratismo facial y su mole corporal, de gran presencia»
Michael Lonsdale tenía aspecto de morsa impávida y parecía francés aunque su padre fuera británico. Era alto y grande y se movía despaciosamente, como un gran león marino. Su papel era él mismo: de ahí que los dos animales comparativos que han aparecido hasta ahora pertenezcan al mismo grupo zoológico. Quiero decir, que los matices estaban en la entonación de su voz y a él se le buscaba precisamente por su particular hieratismo facial y su mole corporal, de gran presencia. Fuera el inspector de policía que desarticuló el intento de asesinato de De Gaulle, el abad de un monasterio donde los monjes morían misteriosamente, o un gran capo mafioso con aspecto de dulce patriarca familiar, Michael Lonsdale era siempre el mismo. Con traje gris, hábito de estameña, solideo papal en Münich, o camisa de Armani, era el mismo y otro en el tiempo, sin dejar de ser quien se comía a inspectores de policía, Papas, abades y educados gánsteres. No existía el túnel por el que se hubiera colado del París de los 60 a la campiña de principios del XXI pasando por la Gran Abadía imaginaria de Umberto Eco y Jean-Jacques Anaud. Y no existía porque él era el dueño del secreto.
La primera vez que lo vi fue en Barcelona, en un cine de Paseo de Gracia donde se proyectaba India Song, de Marguerite Duras. Yo debía tener veinte años y fui con dos amigas, una de ellas canaria, de nombre África y de piel tan luminosa como el ámbar, a quien perdí en el tiempo, que es el océano más profundo. De la otra, que fue quien me llevó, seguimos siendo amigos. En esa película de lluvias, embajadas y amores contrariados, más que hieratismo, lo suyo era totémico; incluso en los rasgos faciales tenía algo de figura primitiva y con esa idea me quedé y lo vi luego cada vez que aparecía -de eterno secundario- en alguna que otra película. Su papel de abad en El nombre de la rosa fue el triunfo de la placidez y la bondad que también poseía, fruto, imagino, de la paz consigo mismo y de haber obtenido la grandeza en y desde lo secundario. También pintaba, cosa que ayuda. Michael Lonsdale obtuvo esa grandeza y la celebró cada vez que se puso ante la cámara. Y hay una sabiduría en eso, que estriba en el conocimiento de uno mismo: no querer ser el primero, no querer ser el triunfador y a cambio poseer un profundo conocimiento de los propios límites y saber aprovecharlos.
Lo conocí hace catorce años en Toulouse y fue un día inolvidable: desayuné con Umberto Eco mientras hablábamos de los lugares de Ramon Llull en Mallorca, mi editora francesa me citó a comer a una hora temprana -era un almuerzo ofrecido por el ayuntamiento de la ciudad- y al llegar a mi mesa estaban sentados el escritor Michel Tournier y el actor Michael Lonsdale que por cierto no se dirigieron la palabra en ningún momento. Lonsdale -lo he contado ya en alguna ocasión- parecía ese día un gran oso al que habían sacado del bosque a desgana. (¿Por qué puñetas se me ocurrirán tantos símiles zoológicos con este hombre?). Parecía también muy cansado. Llevaba el pelo teñido de rubio y tenía a su lado a una mujer joven que le hablaba con la misma atención que una secretaria a su jefe. Pero sus muecas, las de Lonsdale, oscilaban entre el aburrimiento y el desdén. No hacia ella, sino hacia el mundo en general: o no se había levantado de buen humor, o estaba ensayando un próximo papel. Sus ojos úrsidos no emitían luz alguna y esa opacidad era, claramente, desinterés más allá de sí mismo. Ocurre a veces con los actores si consideran que están pisando un territorio donde no van a ser el centro de atención.
Pensé en su representación del abad del monasterio en El nombre de la rosa, y ambas figuras –la del abad y la del hombre sentado frente a mí– no casaban en absoluto. Pero no por eso cambié de opinión respecto a él y a su trabajo. Michael Lonsdale era un tipo que siempre me había gustado y ahora no iba a cambiar porque se aburriera en una comida institucional que formaba parte del festival de literatura donde nos encontrábamos. Esta semana ha muerto en su piso de París: tenía 89 años y una vida acompañándonos desde la discreción.