El mundo será más gris sin Juliette Gréco
«Mujer de carácter indómito, izquierdista, feminista e independiente hasta la médula, la intérprete del himno Sous le ciel de Paris (1951) siempre hizo con su vida y su carrera lo que la vino en gana»
París llora estos días la muerte de Juliette Gréco. Cantante, actriz e icono de la rive gauche, fallecida el pasado 23 de septiembre a los 93 años en Ramatuelle (Var): ese mágico rincón de la Costa Azul donde había decidido refugiarse los últimos días de su vida, tras anunciar su retirada definitiva de los escenarios.
La diva será enterrada el próximo 5 de octubre –tras una ceremonia religiosa en la Iglesia de Saint-Germain-des-Prés– en el cementerio capitalino de Montparnasse (división 7), en la misma tumba que ocupa desde hace dos años el último de sus maridos, Gérard Jouannest, y a pocos metros del iconoclasta Serge Gainsbourg, que compuso para ella una de sus canciones más célebres: La javanaise (1963).
Mujer de carácter indómito, izquierdista, feminista e independiente hasta la médula, la intérprete del himno Sous le ciel de Paris (1951) siempre hizo con su vida y su carrera lo que la vino en gana, como bien refleja el título del documental biográfico que Yves Riou y Philippe Puchain realizaron en 2012 para el canal televisivo Arte: Julitte Gréco, la insumisa.
Tuve la fortuna de conocerla aquel mismo año, cuando yo trabajaba como corresponsal en París y ella celebraba por partida triple su 85 cumpleaños. Digo por partida triple ya que la intérprete no se conformó con tres días seguidos de recitales con el aforo completo en su querido Théâtre de Châtelet, sino que además editó sus memorias Je suis faite comme ça (Flammarion) y lanzó un espléndido álbum titulado Ça se traverse et c’est beau (Deutsche Grammophon), homenaje a su ciudad fetiche, su historia y sus amores, a través de los puentes que cruzan el río Sena.
«La compañía discográfica me propuso hacer un disco sobre París y me negué. Pero luego tuve la idea de los puentes y les gustó. Un puente es algo poético y dramático. Puede uno citarse con alguien o también saltar desde él y morir», me explicó. Del Pont Neuf al Pont Royal, aquella colección de 13 canciones llevaba las firmas de la escritora de best-sellers Amélie Nothcomb, del veterano guionista Jean-Claude Carrière, de la novelista Marie Nimier y de otros amigos, y estaban musicadas en su mayor parte por Jouannest, el que fuera fiel pianista de Jacques Brel. Fue quizá el último gran disco de una carrera musical que se había iniciado siete décadas atrás por culpa del mismísimo Jean-Paul Sartre.
«¿Usted quiere cantar?», le habría preguntado el filósofo en 1949. «No lo tenía en mente. La verdad es que no sé cantar y no me gustan las canciones que oigo en la radio», respondió ella con suficiencia. La chica tenía 22 años y, tras haber estado cautiva en la prisión de Fresnes durante la ocupación nazi debido a las conexiones de su familia con la resistencia, se había convertido en musa de los jóvenes existenciales que frecuentaban los clubes de jazz de Saint Germain des Près. Pero, salvo divertirse por las noches en el Tabou, colaborar en un programa radiofónico dedicado a la poesía y simpatizar con la izquierda intelectual, no hacía gran cosa. El autor de La náusea, que le doblaba la edad, le entregó varios poemas suyos inéditos y le sugirió que buscase a alguien que les pusiera música. El resto forma parte de la leyenda.
Gréco no poseía una garganta extraordinaria. El suyo era más bien un timbre de contralto con poco recorrido. Pero se inventó una forma propia de cantar al nivel del habla y lo hacía con tal gracia y autoridad que terminó convirtiéndose en una figura incuestionable de la chanson gracias a esa voz suya grave, susurrante y peculiar, que varias generaciones de franceses han encontrado en algún momento u otro tremendamente sexy.
Tampoco tenía grandes dotes de actriz, pero su incuestionable personalidad le abrió las puertas del séptimo arte, llegando a tener papeles importantes en filmes como Orfeo de Jean Cocteau, El reino de los cielos de Julien Duvivier y otros títulos de Jean-Pierre Melville e incluso Jean Renoir. Aunque lo suyo nunca fue el cine…
«Yo soy como soy. Estoy hecha así. Cuando tengo ganas de reír, lo hago a carcajadas. Quiero a quien me quiere. ¿Acaso es culpa mía que no quiera al mismo cada vez?», reza la letra Je suis faite comme ça, la canción de 1951 que adoptó como título de sus memorias y que tan certeramente define a una de las mujeres más libres y descaradas que dieron los escenarios franceses.
La misma que con 35 años cantaba «para que alguien me haga la corte por algo más que mi culo, en el fondo de mí se despierta el deseo de ser vieja» había alcanzado, desde hacía tiempo, el estatus de leyenda viva. Y, como tal, podía permitirse con más vehemencia que nunca hacer balance y hablar sin pelos en la lengua de amores y desengaños, música, cine, literatura, política y vivencias.
«Los adultos me consideraban triste, taciturna o tonta», recordaba de aquella etapa infantil de niña abandonada por su madre divorciada y criada en medio del viñedo de Burdeos por sus abuelos. «Nada le interesa, no habla jamás y sostiene la mirada con insolencia», decían de ella esos maestros que no le duraban más que tres meses. Apresada por la Gestapo en 1943, sospechosa de actividades contra el régimen colaboracionista de Vichy, Gréco rememoraba en su autobiografía cómo perdió la inocencia a los 16 años, al percibir la lascivia con que los soldados alemanes la miraban mientras se lavaba junto a otras prisioneras –la mayoría prostitutas– en la ducha común de mujeres de la cárcel de Fresnes.
A los años gloriosos de Saint Germain consagró varios capítulos, en los que enumeraba anécdotas de Boris Vian, Jean Cocteau, Simone de Beauvoir, Marguerite Duras… «Con ellos abandoné el mundo de la soledad en que había crecido para descubrir el placer del debate y de la ligereza», escribía.
Fue Michèle Vian, la esposa de Boris, quien la llevó al Pleyel en 1949 para ver actuar a Miles Davis: «Parecía una estatua egipcia tocando la trompeta. Su cara era de una belleza sorprendente. Quedé fascinada». Con Miles, Gréco vivió un amor intenso e imposible, que terminó cuando el músico la convenció de que no podría irse a vivir a Estados Unidos, donde los matrimonios mixtos estaban prohibidos en muchos estados y sólo sería «la puta de un negro».
Como ella siempre se supo poco dotada para escribir o componer, en cuanto se hizo una celebridad comenzó a pedir temas hechos a su medida: Ferré, Trenet, Brel, Aznavour, Sagan, Roda-Gil y, claro, Serge Gaisnbourg, que le cedió uno de los grandes clásicos de la música gala, La Javanaise.
Del creador de Je t’aime moi non plus, Gréco me contó sus primeros encuentros, en 1958: «Era un hombre muy tímido con las orejas muy grandes. Era verano, yo estaba descalza, estrelló una copa de whisky contra el suelo y se sintió muy avergonzado. Otra noche vino a casa y, llevada por champán, me puso a bailar para él. Al día siguiente me mandó esa espléndida canción de amor y de baile lento que es también un juego de palabras».
No puedo olvidar, ahora que se ha ido, el abecedario que la diva incluyó al final de su libro, como impertinente resumen de su credo vital. Por ejemplo: Locura («estoy loca, claro, pero lo sé»), Matrimonio («le da seguridad a algunos hombres y mujeres, para mí sólo ha sido firmar un papel y lo hice tres veces, pero nunca dejé de ser yo misma»), Moderación («Una palabra que detesto, hay que huir de ella»), Osadía («hay que osarlo todo y ser osado siempre»), Remordimientos («no sé qué es eso») o Vanidad («Algo que no forma parte de mi vocabulario»). El mundo será más gris sin ella.