Abenomics, un obituario de urgencia
«Los europeos somos Japón con un lustro de retraso»
La retirada no precisamente entre vítores y aplausos de Shinzo Abe, el que fuera muy innovador y heterodoxo primer ministro de Japón desde 2013, ha vuelto a traer al primer plano estos días que, al margen de los estragos catastróficos del Covid, las raquíticas tasas de crecimiento económico global posteriores a la Gran Recesión ilustran, mucho más que un problema económico, un vacío paralelo de ideas. Porque la anemia ya crónica de las cifras macroeconómicas en el mundo que se dice desarrollado, y el caso de Japón encarna desde hace lustros el ejemplo máximo a ese respecto, remite, sobre todo, a una crisis honda, muy profunda, estructural, del propio paradigma dominante, esto es, de los modelos teóricos abstractos con los que políticos, académicos y gestores empresariales tratan de de descifrar la lógica interna de la realidad económica que les rodea. Y es que lo de Japón, su ya crónica situación de parálisis permanente, resulta simplemente imposible de entender apelando al modelo neoclásico, el que inspira la ortodoxia liberal en política económica, o a las distintas variantes del keynesianismo también hoy en boga. Lo de Japón, se contemple desde la óptica teórica que se contemple, no hay manera de entenderlo. Así de simple.
Ocurre que, entre 1950 y 1973, Japón fue un cohete. Su PIB crecía año tras año a tasas estratosféricas, un 11% en promedio, algo inalcanzable, por quimérico, incluso para la China actual. Y un día, allá a mediados de 1990, al súbito modo, de repente, todo se paró en seco. ¿Por qué? En realidad, nadie lo sabe. Hace treinta años de aquello, treinta años en los que las gráficas todas de los indicadores económicos japoneses pasaron a adoptar la figura canónica de un encefalograma plano. Sin atisbo de explicación aparente, el cohete mutó en un triciclo infantil. Así, desde 2008, «crecen» a una tasa promedio del 0,22%; un nivel bastante bueno en comparación con los datos previos a ese año, cuando andaban mucho más cerca aún del puro y duro crecimiento cero. Ese marco, el del estancamiento secular, fue el caldo de cultivo que alumbró la herejía intelectual que terminaría siendo conocida como Abenomics, una extravagante sopa menestra compuesta a base de fragmentos de doctrinas económicas contrapuestas entre sí. Ante la exasperante falta de resultados de las medidas convencionales practicadas con anterioridad, Abe probó con una muy insólita mezcla de terapias keynesianas sazonadas con recetas convencionalmente neoliberales, todo ello acompañado de una generosa guarnición de bajadas temerarias de impuestos inspiradas por Laffer, el de la curva de marras.
Con Abe, Japón se convirtió en el gran laboratorio experimental de lo hasta entonces impensable en todas partes. Estaba dispuesto a hacer de todo y de todo hizo. ¿El resultado? Nada. Nada de nada. Absolutamente nada. Todo lo han probado y todo ha fallado. Y si ha fallado allí, no hay demasiadas razones para suponer que no vaya a fallar también aquí. Pues sucede que todos los movimientos extraños, por describirlos de algún modo, que viene adoptando el Banco Central Europeo, igual con Draghi que tras el desembarco de Lagarde, no son más que la repetición milimétrica de cuanto en su día innovó el Banco Central de Japón. Todo. Los europeos somos Japón con un lustro de retraso. Los tipos de interés negativos y la celebérrima flexibilización cuantitativa, convertir a los bancos centrales en obsesivos consumidores bulímicos de toneladas y toneladas de toda clase de deuda privada y estatal, son fracasos estrictamente japoneses que los europeos y norteamericanos hemos corrido a imitar. La infinita arrogancia intelectual de los economistas académicos les impide reconocer que no entienden lo que está pasando, esa tendencia cada vez más acentuada hacia el estancamiento ubicuo. Pero no lo entienden. Se suponía, por ejemplo, que las montañas de nuevo dinero emitido por Europa, Japón y Estados Unidos tras 2008 debiera empezar a provocar tensiones inflacionistas en algún momento. Bien, pues ocurre justo lo contrario: el temor hoy es por la deflación. Como Abe en su día, también nosotros, en fin, regalamos literalmente el dinero para tratar de acabar con la abúlica atonía rutinaria de consumo e inversión. Pero ni el dinero gratis los despierta. Tampoco gratis. Lo peor de Japón es que puede ser nuestro futuro. Y da miedo.