Refugios
«Hay complicidades ocultas que son como refugios de un tiempo pasado»
Hace unos años, paseando por Nantes con Juan Manuel Bonet y su mujer en dirección a un Rastro de domingo, pasamos por delante de la catedral. Desde la plaza se escuchaban con claridad unos cánticos orientales y decidí entrar a ver qué era aquello, porque gregoriano no era. Monika me acompañó y Juan Manuel se quedó fuera recordándonos que nuestro destino era el mercado de pulgas de Nantes. Con tonos y voces distintas a las nuestras, los cánticos eran maravillosos y una vez dentro me acerqué hasta el altar mayor para ver la ceremonia. Eran varios sacerdotes –sólo uno tras el altar– y todos ellos parecían personajes salidos de un álbum de Tintín –Los cigarros del faraón, por ejemplo– o de la corte del rey Salomón. Quiero decir que pertenecían al mundo antiguo. Vestían el hábito talar –no casulla–, cinto y llevaban la estola como si fuera una banda, situada en lo alto del pecho, muy ceñida a la axila. Celebraban una misa según el rito asirio nestoriano, creo, y su canto le daba cien vueltas, por ejemplo, a las voces búlgaras o a la liturgia ortodoxa. Escuchándolos dejabas de estar en la tierra: al menos, en ésta, y ahí donde te transportaban se estaba muy bien.
Pasaron los minutos muy deprisa y de repente surgió Bonet a nuestro lado: ‘lleváis más de un cuarto de hora’. Le pedí dos o tres minutos más y luego abandoné el templo con la certeza de que nada que halláramos en los puestos de los brocanters compensaría aquel abandono, pero la amistad es la amistad. Mientras cruzábamos un barrio de arquitectura sovietizante pensé, influido por lo que acababa de ver y oír, en el cristianismo oriental, presente de una manera u otra en mi vida desde mi infancia. Pensé en lo que me leía mi padre sobre Jerusalén, el historiador Flavio Josefo, o las iglesias heréticas, pero no me bastaba. Recordé el grueso tomo de Zertnov que había en casa sobre la iglesia oriental y el libro de un jesuita mallorquín –Juan Nadal, un personaje de sí mismo– titulado Las iglesias apostólicas de Oriente. Pensé en el viaje al Líbano y mis visitas a las iglesias maronitas y católicas griegas –en una de ellas un fresco de Jesús orando en Getsemaní había sido ametrallada y al restaurarla habían dejado las huellas de las balas– y también al barrio copto y al barrio cristiano de Achrafieh, adonde se había retirado el padre Kolvenbach, general de los jesuitas, en un adiós a todo eso de Occidente. Pero pese a ser cosas importantes en mi vida, no pasaban de merodeos o aproximaciones a algo que se me estaba escapando, relacionado con la ceremonia a la que acababa de asistir. Entonces me acordé de Anik Lapointe, mi editora.
En el año 2008, Anik me había mandado el libro de un autor que desconocía por completo: William Dalrymple, su nombre, y aquel verano lo leí en un paraje de ecos bíblicos. Se titulaba Monte Santo y el libro me deslumbró: tanto que sin acabar de leerlo se lo recomendé a dos buenos amigos pero cuando, una vez acabado, lo intenté con otro sobre la India –que es donde vive el energético y expansivo Dalrymple– no llegué a cogerle el punto, por muy recomendado que estuviera por Salman Rushdie. Tal vez fuera porque uno de los pilares de nuestra memoria arranca en el cristianismo de Oriente y no en el hinduismo o el budismo y el libro de Dalrymple te vuelve a meter en vena aquel pasado. Tal vez porque Monte Santo es extraordinario y el otro no. Al cabo de un par de años llegó la guerra civil siria y los escenarios de Monte Santo se tiñeron de sangre y persecuciones y no se hizo nada para salvar a los cristianos orientales perseguidos por Al Qaeda y sus cómplices del llamado Estado Islámico. Se multiplicaron los asesinatos de curas católicos, tanto en Siria como en Irak, y en Occidente apenas nadie movió un dedo. Fueron pocos y ejemplares los que viajaron hasta allí para ayudar a los cristianos de distintos ritos.
Minutos después nos encontrábamos en el mercado de Nantes, entre mantelerías decimonónicas, afiches de los años veinte y treinta, libros de la misma época y recuerdos de la Gran Guerra. Juan Manuel compró un par de revistas de los cincuenta, algún viejo catálogo de pintura y yo un pequeño jarro de cristal de colores, muy moderno, también de los años cincuenta. Al trasluz –el cristal es muy grueso– parece una pieza de arte cinético y lo tengo sobre la mesa donde escribo en el campo, como uno de esos elementos de contraste que debía tener una casa según Bruce Chatwin.
El lunes pasado me acordé de todo esto –me acordé de la música callada de su origen: mi lectura en 2008 de Monte Santo y Anik Lapointe– y también de los últimos años de Chatwin y sus visitas a Patrick Leigh Fermor y su conversión al cristianismo oriental, movido por el esplendor de su liturgia, al hallar entre las páginas del diario de Ignacio Peyró –Ya sentarás cabeza: cuando fuimos periodistas (Libros del Asteroide)– una referencia a William Dalrymple y su Monte Santo. Hay complicidades ocultas que son como refugios de un tiempo pasado.