La totalidad de Bonilla
«Bonilla ha escrito en ‘Totalidad sexual del cosmos’ algo así como la quest de una quest, es decir, que más que una biografía ha inventado algo así como el making of de un making of»
El Premio Nacional de Narrativa que ha sido concedido a Juan Bonilla viene a consagrar definitivamente la obra literaria de uno de los escritores más curiosos, personales, diferentes y totales de nuestro panorama. Articulista chispeante y valiente (temible, por divertido, en las polémicas), poeta que oscila con desparpajo entre lo bromista y lo sublime (o, para decirlo mejor, que hace que los chistes sean metafísicos), representante de una nueva generación de bibliófilos (lo contó muy bien en La novela del buscador de libros), y realmente erudito en asuntos editoriales de, literalmente, medio mundo (la infalible alianza Bonet y Bonilla lo demostró el año pasado en Tierra negra con alas, su antología de la poesía vanguardista en América).
En un tono similar (por desenfadado), pero también muy distinto al que usó en su anterior novela, Prohibido entrar sin pantalones (con la que incluso desde el punto de vista del diseño de la cubierta, forma algo así como un díptico que ojalá tenga continuidad), Bonilla se lanza ahora a recuperar la figura de la pintora mexicana Nahui Olin, pero lo hace tomando el rodeo de la ficción, la cual se encarna en un personaje real, el restaurador y comisario Tomás Zurián. Bonilla ha escrito en Totalidad sexual del cosmos algo así como la quest de una quest, es decir, que más que una biografía ha inventado algo así como el making of de un making of, que al cabo resulta una biografía doble: no sólo de Olin, a cuya vida, cronológicamente ordenada (pero sin referencias cronológicas) se dedican las primeras doscientas páginas de Totalidad sexual del cosmos, sino la de Zurián, que comparece al final para dejarse claro que, debido a su obsesión por Olin, su propia vida quedó anulada, aunque desde luego no fue estéril, pues su trabajo (esto es, su obsesión) culminó en 1992 con la exposición Nahui Olin: una mujer de los tiempos modernos, en el Museo-Estudio Diego Rivera de México D.F.
En aquella muestra, por primera vez, se ofrecía una «exposición total» sobre una artista que había brillado fugazmente entre los años 10 y 30, llamando la atención como modelo para fotógrafos y pintores, y ofreciendo después sus propios poemas, cuadros o ensayos más o menos esotéricos, o, sobre todo, sus propios escándalos. Su vida fue muy larga, pero sus años de fulgor y (mala) fama fueron breves. La calidad de sus cosas no fue tan estimable como para elevar un mito más firme, y su leyenda fue sobre todo la de la mujer extravagante que hizo aún más estrafalarios a los personajes que anduvieron cerca de ella, como el medianamente célebre doctor Atl (que también comparece, junto con Olin, en un cameo de otro de los libros más curiosos de la temporada: Angelópolis, de Miguel Pardeza).
Juan Bonilla tiene una puntería envidiable para detectar dónde se agazapa una buena historia, algo más que una ficha bibliográfica, una columna periodística o una nota al pie. La figura de Nahui Olin (que, perfectamente inédita en España, se quejaba en unos versos de la gente / con los bolsillos llenos / de opiniones…) daba para ese esfuerzo, que ahora ha sido reconocido con el principal premio oficial a la mejor novela de 2019, toda una alegría para sus lectores, y un espaldarazo a la buena literatura, la consciente de sí misma, la indagadora, la autoexigente, la inconformista. Y gracias a esa novela sabemos qué es la «agalmatofilia». Y también que «el infinito no cambia».