Un ascenso al purgatorio
«Nuestra izquierda también ha desarrollado los peores instintos del trumpismo, a saber, el socavamiento de la democracia liberal y un escaso afecto por la verdad»
¿Será la derrota de Donald Trump el final de la polarización en los Estados Unidos? No lo parece, al menos a corto plazo. Joe Biden es el candidato que ha obtenido más votos en la historia del país, pero Trump es el segundo. Los republicanos nunca habían tenido un respaldo electoral tan elevado y, aunque algunos de sus líderes empiecen a cuestionar la actitud enrocada del magnate, los incentivos para reconvertir definitivamente el partido de Abraham Lincoln o Ronald Reagan en una plataforma nacionalpopulista de retórica agresiva y proyecto iliberal siguen ahí. Son más de 70 millones de votantes. Además, las razones del trumpismo no son coyunturales. Trump escuchó a millones de americanos que perciben con ansiedad la degradación de sus comunidades. La desconfianza hacia las elites existía mucho antes de la crisis económica de 2008, de las deslocalizaciones de empresas o de los apabullantes cambios tecnológicos, porque este es un fenómeno fundamentalmente cultural. Está arraigado en una ciudadanía a la que le importa más los valores o la identidad que cualquier dudoso cálculo crematístico. Trump atendió a ese nicho, otrora abstencionista, mientras las elites demócratas permanecían desconectadas de su antigua base obrera.
Tampoco está nada claro que el partido de los Obama y los Clinton haya aprendido la lección. Las victorias electorales no fomentan la autocrítica y podrían seguir creyendo, equivocadamente, que la suma de algunos colectivos resentidos puede formar un proyecto común. Cuando en campaña Joe Biden aseveró que “si dudas entre Trump[contexto id=»460724″] y yo, entonces no eres negro” estaba desvelando el quid de la cuestión: reducía la identidad múltiple de cualquier persona a una sola pertenencia, a aquella que la podía convertir en víctima, y le decía que su dignidad dependía del sentido de su voto. Se trata, pues, de otra variante del populismo, una retórica divisiva cuyo único objetivo es el poder. Expuso de manera tan clara el proyecto de la nueva vieja izquierda que tuvo que pedir perdón. Era un ataque demasiado evidente al pluralismo. Y quizá los tiempos han empezado a cambiar. Cada vez son más los intelectuales de la propia izquierda que denuncian el peligro de esas nuevas inquisiciones, de las políticas de identidad y de la cultura de la cancelación. Son funestas para la convivencia y alimentan la reacción nacionalpopulista en la derecha. Quizá el primer argumento no sea atendido por determinada izquierda, pero seguro que el segundo sí.
De todas maneras, en los últimos meses de la campaña Biden ha mostrado un moderantismo que le ha permitido ganar las elecciones. En tiempos pandémicos las bufonadas y las bravuconadas alimentan al adversario político. Sin embargo, si una vez en el gobierno los demócratas no atienden las razones y las inseguridades de esos compatriotas a los que Hillary Clinton definió como “deplorables”, un nuevo Trump, o quizá el propio Trump, volverá en 2024. Si Biden acaba siendo rehén del ala radical de su partido y es incapaz de defender una identidad nacional compartida, los Estados Unidos seguirán desuniéndose y ese faro de libertad que el mundo sigue necesitando se irá apagando aún más.
Por otra parte, es paradójico que la izquierda española y sus socios independentistas celebren la derrota de Trump, ya que son sus más conspicuos imitadores en todo aquello que le critican. Es glorioso el tuit del presidente en funciones de la Generalitat, Pere Aragonés, mostrando su felicidad por “la derrota del populismo, las mentiras y los muros”. En fin. Aquí se han copiado todas las malas ideas de ultramar y ninguna de las buenas. Por un lado, replican y multiplican las políticas izquierdistas de identidad que disuelven a los individuos en colectivos enfurecidos. Así, forman extrañas alianzas por el poder cuyo precio es la aniquilación del bien común. Sin ir más lejos, el acuerdo entre el PSOE y los independentismos para excluir el castellano como lengua vehicular apunta a una peligrosa apuesta por el confinamiento mental. Además, y ahí la paradoja, nuestra izquierda también ha desarrollado los peores instintos del trumpismo, a saber, el socavamiento de la democracia liberal y un escaso afecto por la verdad. Trump no reconoce la derrota y Pablo Iglesias asegura que el Partido Popular nunca más volverá al Gobierno. Aquí se va incluso más lejos. Trump prescindió de Steve Bannon, mientras Pedro Sánchez le regala un ministerio de la verdad y el reparto de los fondos europeos a Iván Redondo.
Nada de esto saldrá gratis. España sufre un gobierno pluripopulista que fragmenta y debilita tanto el Estado como la sociedad; por lo que no es casualidad que estemos liderando los rankings más tristes del orbe occidental. No obstante, la segunda ola pandémica está acelerando en todo el mundo, también aquí, la llegada del “pospopulismo”. Roger Eatwell y Matthew Goodwin sugieren, en su libro Nacionalpopulismo, que estamos a las puertas de “una nueva era en la que las personas podrán evaluar si votar a los populistas o no hacerlo ha supuesto un cambio tangible en sus vidas”. Ambos politólogos creen que los populistas no serán los vencedores de esta experiencia, pero es posible que tampoco lo sean aquellos que permanezcan anclados en el mundo de ayer. Sea como fuere, dejar atrás a los Trump y a los Sánchez ya debería ser, como mínimo, un ascenso al purgatorio.