De Trump a Orange County
«El fetichismo trumpista olvida que la revolución conservadora fue hace muchos años –los que van de Goldwater a Reagan–»
La parroquia fachita de internet anda alebrestada con la derrota de Donald Trump. Tan alebrestada que aún no la reconoce: están esperando el fin de los recuentos y de los posibles pleitos un poco como los madridistas nos hemos acostumbrado a esperar que se pronuncie el VAR. ¡El rey no ha muerto! Y en todo caso lo han apuñalado por la espalda: la Dolchstosslegende. Aquí ya hemos tenido estos fenómenos de sebastianismo político, y no auguran nada bueno. La derecha nacional anduvo perdida en el desierto casi ocho años por no apearse de la burra del 11M, y alguno sigue montado en ella.
Hoy hay una derecha distinta de aquella, más joven y viva, también más bronca. Descree del liberalismo y del 78 al menos tanto como la izquierda. Ha intuido que en un «momento populista» la forma es el fondo; porque cuando el entramado de normas explícitas y sobre todo implícitas que sostiene la convivencia se viene abajo, invocar la costumbre y la ley como ensalmos es fútil: solo cabe la impugnación total del contrario y afirmar la propia identidad a través de su negación. Esto la izquierda lo sabe hace mucho, y ahí estaban Colau o Fernàndez montando sus lucrativos pollitos en sede parlamentaria, o Errejón e Iglesias saliendo del Congreso a la carrera para rodearlo. En los últimos años el escrache se institucionalizó desde el gobierno, hasta que el virus lo paró en seco como la plaga de Senaquerib. Por cierto que en ese período a los de centro les ha tocado aguantar escupitajos, lanzamiento de latas -«empiezan a caer objetos», glosaba, meteorológico, un cronista parlamentario- y chorros de pis; y dudo de que el futuro próximo, gane quien gane, les reserve otra cosa.
La alegre y faldicorta juventud derechista ha querido ver en Trump una figura salvífica ante el avance de las élites de la izquierda pija interseccional y el «globalismo», que, traspuestos al caso español, se concretan en la cursilería desenfrenada del sanchismo. De nuevo como el madridismo más gamberro se aferró a Mourinho en los días aciagos de la apoteosis guardiolista. Reconocer dónde está uno y a qué se enfrenta es un principio, pero ni mucho menos es toda la historia. Volvamos al ejemplo de la izquierda. Probablemente nadie ha expresado con el candor de Errejón la decidida voluntad de permear y cooptar la «sociedad civil»; de activarla desde el gobierno cuando haga falta y de refugiarse en ella como en cuartel de invierno cuando no quede otra. Esto ha sucedido durante años con las asociaciones de vecinos, con las de padres y madres, con la función pública; y últimamente con todo lo que se acercó al 15M. Todos esos portavoces ciudadanos o sectoriales que misteriosa e indefectiblemente acaban siendo de Podemos no crecen espontáneamente de la tierra: alguien los ha plantado y regado.
La derecha, mientras tanto, vaciada la identidad religiosa de los españoles con las grandes migraciones a la ciudad del medio S. XX, se ha dedicado al negocio y a ocupar los cuerpos superiores de la administración, que dan para llenar gobiernos y hasta para abortar una secesión, pero no para mover las calles ni las conciencias. Pero de Estados Unidos se pueden sacar experiencias más útiles que el cosplay trumpista.
La elección de Trump en 2016 no se construyó tanto sobre elementos específicos del candidato cuanto sobre la extraordinaria solidez del voto republicano ante una realidad demográfica adversa. El fetichismo trumpista olvida que la revolución conservadora fue hace muchos años –los que van de Goldwater a Reagan–. En 1964, Lyndon Johnson fue elegido con un 61,1% del voto popular, la mayor diferencia en casi siglo y medio; apenas ocho años más tarde, Nixon obtenía un 60,7%. Por el camino, la América de Kennedy y la de los hippies se habían convertido en algo distinto, algo que emergería completamente en los ochenta tras el interrupto nixoniano.
El retorno de la familia tradicional, de la religión, de los valores pequeñoburgueses, se cimentó entre otras cosas en la labor de activistas comunitarios como los suburban warriors de Orange County descritos por Lisa McGirr -también, claro, en un ecosistema de medios, iglesias y think tanks; pero esa es otra historia, de la que también habrá que hablar en su momento. Muchas de esas activistas era mujeres de clase media como Phyllis Schafly, a la que han dedicado una serie de televisón -yo no la he visto, pero pueden preguntar al vicepresidente del gobierno. Las movían las pasiones burguesas más poderosas: la familia, la propiedad, el miedo. Esas mujeres moldearon en buena medida el país que es hoy Estados Unidos -incluso si su bastión californiano cayó finalmente del lado demócrata en 2016. En vísperas de la Gran Rebatiña española, me permito sugerir a los jóvenes conservadores españoles que se fijen más en los suburban warriors de Orange County y menos en el saliente Jesús Gil anaranjado.