El pensamiento mimbreño
«Los vampiros se sustraen a los espejos y a los malos autores. Al hacer visible la metáfora de Drácula, te quedas sin Drácula y sin metáfora»
Acopiar conocimientos es como recoger setas. Aunque abundan los simpáticos transeúntes campestres que usan una bolsa de plástico como esportón, es preferible depositar nuestras capturas en una cesta de mimbre. Así, los hongos, níscalos y bejines que recolectemos podrán seguir diseminando sus esporas por las rendijas del canasto, sin perjuicio de acabar por la noche en la sartén. De igual manera, hay quien amontona sus conocimientos en bolsas de plástico, cuya fría profilaxis termina impermeabilizándolos a la vida, y quien orea los frutos de su sabiduría, esparciendo sus semillas en otras tantas almas. Sobra decir que este segundo tipo de proceder, que llamaremos pensamiento mimbreño, es mejor que cualquier filosofía plastificada al vacío.
Buen ejemplo de pensador mimbreño es Alfredo Taján (Rosario, 1960). La obra que ha urdido con los mimbres de su vasta pasión resulta apasionante. Uno lee La Sociedad Transatlántica (2005) y se obsesiona con Buenos Aires, por la misma razón que, después de terminar Pez Espada (2011), quiere saberlo todo del Torremolinos de los sesenta. Su último libro, El retrato de Doris Day (Renacimiento), es un maravilloso artefacto borgiano en que palpitan los manes tutelares del autor, como Perucho y Gide, Wilde y Cyril Connolly. Hay en este conjunto de cuentos algunas frases inolvidables: picotazos irónicos sobre nuestro tiempo («horma elástica de un infierno identitario sin determinismo ortopédico») y el anterior («en la memoria de André Breton y de la CIA, lo que, en definitiva, venía a ser lo mismo»), así como sentencias de alto vuelo («la flor de la venganza huele a cieno»).
Mi cuento favorito se titula ‘Regreso al Hotel Caravan’ y es un relato de vampiros en la estela de Carmilla. Leyéndolo, uno comprende que la literatura, como tentativa de eternizar lugares y momentos, es una forma de vampirismo. El Caravan es Brideshead, es Marienbad y es, también, el Hotel Overlook de El resplandor.
Muy pocos pueden hacer algo así. Me dio por ver el Drácula de Netflix hace unas semanas y… Horresco referens. El conde es allí un ridículo garañón que se contonea desnudo frente a un convento de monjas (no precisamente el de la voluptuosa Sor Monika de E. T. A. Hoffmann), anulando toda la potencia metafórica del mito. El personaje troca en superhéroe ramplón, como ramplona es dicha serie de sustos, que no de terror. Los vampiros se sustraen a los espejos y a los malos autores. Al hacer visible la metáfora de Drácula, te quedas sin Drácula y sin metáfora.
Juan Bonilla alude en su prólogo a la lenta maduración de este libro, «que ha sabido ganarse la condición de Gran Reserva dada la negativa del autor a echar al mundo crianzas». Degústese a pequeños sorbos. Como los buenos vinos, deja poso. Son cuentos que se espesan, floculan y hacen borra. Si la gente prefiere otros tragos, añejados en modas y fermentados en ideas perezosas, allá ellos; pero bien pobre es el retrogusto que dejan en el paladar tragos tan dulzones.
Hablan los psicólogos del efecto flicker, una modalidad extrema de lectura inatenta que afecta a quienes son presa de una sobrecarga de estímulos, lo que incluye hoy a la mayoría de los mortales. Mal asunto, pues, como decía Nietzsche en el prólogo de Aurora, la mejor lectura es la lectura lenta. Quien tenga prisas, que se trague el esperpento de Netflix. El retrato de Doris Day es, por su parte, un libro destinado a perdurar. ¿Qué quiere decir esto en un momento en que las novedades aguantan dos semanas en las mesas de las librerías y luego desaparecen? Pues que será disfrutado, comentado y recordado por aquel exiguo batallón de lectores que, recluidos en catacumbas, seguimos creyendo en la literatura. No hace falta más.