El triunfo de los rompetobillos
«Los rompetobillos se han adueñado tanto de la cancha como del debate público. Suyo es el triunfo»
El fútbol y la política al fin son intercambiables. No es ya que los futbolistas hablen como políticos, sino que el paupérrimo discurso de estos nada tiene que envidiar al sudoroso fútbol-es-fútbol de aquellos. Del inicio de la futbolización de la política tiene buena parte de culpa -como de tantos otros males- el periodismo cuando empezó a ponerle la alcachofa a sus señorías después de cada sesión para que dieran el parte de cómo había ido el partido. De esta manera quedaron inauguradas las declaraciones a pie de hemiciclo, que pronto convirtieron la colorida crónica parlamentaria en un enmarañado cruce de acusaciones partidistas entrecomilladas.
A ello no poco contribuyó la televisión, invento macabro que siempre se lleva el gato al agua, con o sin cascabel. O sea que de un tiempo a esta parte la política se hace con mucho grito de histeria fingida, como en un sórdido plató de vomitivos mejunjes rosas. Pero si este desolado panorama no era suficiente, la tertulia de matones sindicados y las redes con sus alborotadores a sueldo convirtieron el erial en un gallinero de pollos sin cabeza.
Un campo embarrado y la grada repleta de hooligans: el sueño húmedo de cualquier cantamañanas sin escrúpulos ni espíritu de sacrificio. Así se entiende que los Sánchez, Iglesias, Abascal, Ayuso o Rufián manden en plaza y se permitan el choteo indisimulado de las más básicas normas del parlamentarismo y el civismo en general. Los rompetobillos se han adueñado tanto de la cancha como del debate público. Suyo es el triunfo.
La última exhibición de su juego sucio la hemos visto a raíz del texto de la enésima ley de educación que se perpetra en España contra los que en ese momento no mandan. Una manera muy nuestra de hacer el cafre. En lugar de trabajar para la mejora de una educación pública y laica se ha optado por la politización de la lengua, una marrullería antideportiva mucho más cómoda y electoralmente más rentable que arreglar de una puñetera vez el sistema educativo de este insufrible país.
Pero eso, claro está, sería ganar, ganar y volver a ganar.