Un episodio nacional con guion catalán
«Parece obvio que solo partidos empecinados en restar credibilidad al orden constitucional sean los únicos capaces de apoyar la cacicada contra la independencia judicial»
Si la unidad constitucionalista que alumbró el golpe de Estado en Cataluña[contexto id=»381726″] en 2017 fue un espejismo es algo que solo podrá probar o refutar una afrenta de dimensiones similares a nuestra democracia y la consecuente reacción de los actores que fueron entonces determinantes para impedir que se dinamitara nuestro Estado de derecho. Al margen de escenarios hipotéticos —que no inverosímiles—, todo lo que tenemos a fecha de hoy es una moción de censura acontecida pocos meses después del golpe y aupada por los mismos que lo diseñaron para llevar al Partido Socialista a La Moncloa. Una alianza que no han variado dos convocatorias electorales y que hoy sigue siendo asunto vertebrador del debate público patrio. ¿Quién es el mayor valedor de la actual mayoría Frankenstein? ¿Aguantará cuatro años? ¿Ocho? ¿Qué líneas elementales democráticas no pisará?
Solo la primera pregunta parece tener una pronta respuesta si, como parece, la actual negociación presupuestaria es más que tal cosa. Es evidente que Pablo Iglesias acumula galones en la tarea de afianzar esa mayoría. El vicepresidente del Gobierno y comentarista de series o entrevistador outsider ha aparecido escasamente en esta semana y lo ha hecho para celebrar la posible adhesión de Arnaldo Otegi a los Presupuestos, premiando el ademán con el privilegio de colocar a Bildu, partido político heredero del terror, en la «dirección de Estado», junto al resto del bloque de la investidura (y de la moción de censura). Hay, sin embargo, en la aritmética actual una diferencia sustantiva con la de 2018: entonces, el PSOE era el grupo minoritario en una alianza mayoritariamente contraria a la soberanía nacional consagrada en la Constitución. Hoy eso no es así y parece que España asiste en vilo a comprobar si los socialistas de Moncloa lo harán valer para algo.
La entrada del partido que no condena los crímenes de ETA en la ecuación —esta semana se cumplen, por cierto 20 años del asesinato a Ernest Lluch— debería hacer sonar todas las alarmas. Algún silbido han emitido al respecto los denominados barones, a quien habrá que empezar a juzgar más por sus silencios, pues este mismo acuerdo nacional que tantas náuseas provoca se da simétricamente en la Comunidad Foral de Navarra, donde los abertzales permitieron también la presidencia socialista, sin que los presidentes de Extremadura o Castilla-La Mancha hayan alzado la voz. Será que los navarros votan en Navarra. Pero la entrada simbólica de un actor inmoral —cuya legalidad le hace sencillamente eso: legal—, siendo grave, es solo la compañía de un Gobierno coyuntural. La única, claro, que puede aunar un Ejecutivo con tantas tropelías anunciadas y pronto acometidas.
La reciente decisión de blindar por ley la exclusión del español de la enseñanza en las comunidades con lengua cooficial constituye un ejemplo más que, al parecer, no levanta esas ampollas, pero resulta igualmente indigna por cuanto el ejercicio que la precede es exactamente simétrico el de Bildu: legitimar a ERC como socio a toda costa. También parece obvio que solo partidos empecinados en restar credibilidad al orden constitucional sean los únicos capaces de apoyar la cacicada contra la independencia judicial de la que ya no se habla. Iglesias dice que el pegamento del Frankenstein es la España plural y progresista y alguna cosa más —falsedad que deja lindezas tan prodigiosas como a Lastra o Echenique dando lecciones a los catalanes castellanohablantes sobre las bondades de la mal llamada inmersión lingüística— pero lo que les une es la voluntad dinamitadora del sistema democrático de 1978.
Volviendo al otoño catalán, que pudo haber sido ese antes y después si lo hubieran querido los socialistas, desde entonces se viene hablando de la catalanización de la política española. Yo prefiero hablar de emulación del procés, puestos a ser imaginativos, pues la idea es buena pero los catalanes no tenemos la culpa de estas horas decisivas. Si con tal de obviar, marginar y deslegitimar a media España, la izquierda está dispuesta a transigir con actores políticos lesivos para la convivencia de 47 millones de personas y a perpetrar reformas legales en contra de la salud institucional y los derechos constitucionales, entonces la película termina muy mal. No son solo unos Presupuestos, es una retórica podrida cuyo hedor aguantamos desde hace demasiado. Es triste, pero a día de hoy, si esto ha de cambiar con prontitud, del PSOE depende.