El imaginario político
«Seguimos presos de un pasado que no existe: si la historia es un país extranjero, los sistemas políticos y sus actores han comenzado además a ser entes imaginarios»
Desde que el PSOE decidió colaborar con Bildu en las Cortes Generales y Navarra, vengo oyendo a amigos y colegas decir eso de «vamos a ver qué dice el verdadero PSOE» o el «PSOE moderado». Los verdaderos —por ideales, ya me entienden— partidos parecen ser una de nuestras aportaciones al derecho comparado, como los «partidos taxi» que pululaban durante la Transición. Es como si la memorialística, desastrosa para cualquier proyecto colectivo que quiera mirar el futuro con franqueza y valentía, se hubiera instalado en el cerebro de medios y comentaristas. Nada ocurre porque sí. Seguimos presos de un pasado que no existe: si la historia es un país extranjero, los sistemas políticos y sus actores han comenzado además a ser entes imaginarios.
Ha llovido mucho desde que el maestro García-Pelayo escribiera aquel opúsculo sobre el Estado de partidos. Alguno dijo que, dado que don Manuel era un transterrado académico tras su depuración como oficial republicano, sus categorías y análisis formaban parte de un tiempo, el periodo de entreguerras, que también estaba superado. En las dos décadas posteriores a la aprobación de la Constitución, proseguimos la ruta europea: los partidos, tal y como nos enseñara Kelsen, eran —y son— indispensables para el funcionamiento de la democracia representativa. Eso sí, se advertían prácticas por todos conocidas, que distorsionaban la separación de poderes: la identificación entre el Gobierno y el partido de Gobierno transformaba el control del parlamento en una relación teatral entre mayoría y minoría.
Me dejo otros temas menores que aburrirían al lector, como que las órdenes a los diputados y senadores vulneraban —y vulneran— la prohibición del mandato imperativo, anulando la capacidad de discrepancia del parlamentario individual. Pese a todo, estas aporías nos suenan a música celestial. El problema en la actualidad está en otro lado: la vida y el funcionamiento interno de los partidos, que según la Constitución, deben ajustarse al principio democrático. Los viejos partidos no serían el paraíso del pluralismo —la ley de hierro de la oligarquía da sentido a cualquier organización—, pero en ellos podían observarse corrientes políticas diversas, debates en torno a estrategias y escuelas que formaban cuadros para el momento en que hubiera que tomar el poder.
Hoy poco de esto queda. Los partidos han sabido adaptarse al cambio tecnológico mucho mejor que el Estado en el que operan. Las primarias han servido para que las bases más movilizadas refuercen a líderes caudillistas que, una vez obtienen la victoria, depuran a la oposición interna. El currículum y la formación de los políticos no interesan: interesa la lealtad a la facción ganadora, que será convenientemente compensada con puestos remunerados a cargo del partido o de la administración. Los programas, aquella retahíla con la que nos atufaba Julio Anguita hace unas décadas, consisten hoy en decir una cosa y la contraria, fiándolo todo a que los verdaderos compromisarios (tertulianos de radio y televisión y aristócratas de las redes sociales) convenzan a la opinión pública de las bondades de las decisiones adoptadas.
Así que no, no existen ni «el verdadero PSOE», ni el «verdadero PP». Tampoco «el verdadero Cs» que retornará a sus orígenes socialdemócratas en Cataluña. Lo que ven es lo que hay: agencias de colocación, empresas familiares y corsarios de la cosa pública. Soy consciente de que las críticas a los partidos existen desde que estos vieron la luz. También de que no es posible una forma de democracia directa que sustituya a aquellos como asociaciones centrales en la formación de la voluntad política. Habrá que retornar a los principios (ridurre ai principii) o crear nuevos conceptos para adaptarse al cambio de circunstancias. Lo que no parece adecuado es vivir fuera de la realidad, pensando que la mano invisible del votante virtuoso permitirá reordenar nuestro entrópico sistema de partidos y volver al idílico concierto de hace una década. Sánchez, Iglesias y los nacionalistas periféricos lo han entendido perfectamente y operan en consecuencia: el resto, la oposición, se dedica a los memes y a lamentarse por pactos y alianzas que caen por su propio peso a nada que uno comprenda de qué va la política en el siglo XXI.