Diez era D10s. Bendito Maradona, en vos confío
«Al diez le ha sobrado tragedia hasta para ser él mismo. A cambio, pasa a la posteridad como uno de los grandes mitos de un siglo marcado por la pelota»
El soldado De Felippe jugaba en el Huracán, pero fue movilizado y enviado a las Malvinas. Muerto de frío, hambriento y agotado, es cogido prisionero por los británicos, que le informan de que Maradona ha marcado dos goles a Hungría en el Mundial que se celebraba aquellos días en España.
Los argentinos, vigentes campeones, perdían en segunda fase contra brasileños e italianos, volviendo a su país doblemente derrotados: Argentina se rendía en las Malvinas, dejando sobre el barro austral centenares de cadáveres, así como la dignidad de una nación inducida al desastre por una dictadura suicida.
Cuatro años después, en México, la selección argentina, liderada por el mejor Diego Armando Maradona de todos los tiempos, se encuentra en los cuartos de final con Inglaterra. Diego marcaba entonces el mejor gol nunca visto, pura creación literaria en su ejecución, y en su misma narración, quizás uno de los momentos más bellos del juego de la pelota, toda una imagen icónica del siglo XX. Lo llamaron ‘El gol del siglo’ pero fue, simplemente, ‘el gol’.
En ese mismo partido, el ’10’ marcaba un gol de pillo con la mano que, aun siendo visto por todos, no fue anulado por el árbitro. Aquello fue ‘la mano de Dios’, pues solo un enviado divino podía haber sido capaz de enjuagar todo el dolor de un país de esa forma tan sublime, la venganza de las Malvinas, la recuperación de parte de todo lo perdido durante aquella locura.
Maradona alzaría finalmente la ansiada copa, pero nada podía compararse a aquellos dos goles: el primero, por su perfección y plasticidad, el segundo, por ser una injusticia, una fechoría dedicada, en su misma cara, al enemigo. «Me van a tener que disculpar», escribió Sacheri, autor de El secreto de sus ojos. «Le debo algo y no sé cómo pagárselo». A partir de entonces, todo se le perdona a ‘El Diego’ en su país natal.
Antes, el argentino ya había deslumbrado con sus jugadas imposibles en Argentinos Juniors y Boca, y había aterrizado en Barcelona dejando muy atrás su villa miseria. En la ciudad condal empezó su enfermedad, las drogas, las salidas, los malos amigos… que se unieron a aquella patada criminal de Goikoetxea. Su entorno forzó su salida y la directiva barcelonista, que veía lo que se avecinaba, le puso un lacito rumbo a Nápoles.
Sin embargo, y a pesar de todo, lo volvió a hacer. El solo llevó a un equipo, que nunca había ganado nada, a alzarse con el Scudetto. La venganza, otra vez, del sur pobre contra la Italia rica, aquella de Turín o Milán que miraba a los napolitanos, entonces como ahora, desde una superioridad moral, económica y, hasta ese momento, futbolística.
Décadas después, aún en las calles de los viejos barrios españoles de Nápoles, entre souvenirs y grafitis del mito, hay estampitas de un Maradona transmutado en el Sagrado Corazón de Jesús y, en el Bar Nilo, los curiosos visitan un altar dedicado al santo pagano donde se conserva un ‘cabello milagroso del 10’. «Santo Maradona», rezan las esquinas.
En el Mundial del 90, en Italia, se presentaría como argentino y napolitano, denunciando en televisión el racismo transalpino para con su ciudad adoptiva. Aquello sería el principio de su final, si este no había comenzado ya mucho antes: el resto del país empezó a odiarlo, llegaron las investigaciones judiciales y la camorra le dio la espalda.
Desde entonces, envuelto en un aura negra, en contradicción constante con su propia leyenda, Maradona andaba ya más muerto que vivo, deambulando por Sevilla, Buenos Aires, y hasta por Arabia y Sinaloa, mientras la historia sobrevivía a un hombre hecho jirones.
Jesús Nieto sentenció hace poco a Messi: «le faltó tragedia para ser Maradona». Al diez le ha sobrado tragedia hasta para ser él mismo. A cambio, pasa a la posteridad como uno de los grandes mitos de un siglo marcado por la pelota. Maradona se había muerto ya unas cuantas veces, así que pensábamos que no podía llegar el día definitivo.