THE OBJECTIVE
Jorge San Miguel

Ventas-Kinshasa

«Mientras los cronistas impresionables componen sus piezas de Kapuscinski de pega, ha ido creciendo una modesta pero más honrada literatura de la memoria de un Madrid que se fue, como se va y nos vamos todos»

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Ventas-Kinshasa

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Como madrileño del (antiguo) extrarradio, uno de mis géneros favoritos de humor es el del periodista que se interna en un barrio fuera de la M-30. Me imagino que lo conocerán, pero esbozo sus líneas maestras. El periodista suele ser joven, pero no es imprescindible. Puede igualmente ser una señora que lleva viviendo en Madrid desde la época de Tierno Galván, lo que añade patetismo al cuadro. En el caso de los jóvenes se añade un horror inconcebible, metafísico, hacia la lejanía del centro y sus negocios sostenibles con palés en las paredes. Lo nuclear en cualquier caso es transmitir al lector la sensación de estar aventurándose en un suburbio de Kinshasa.

Para abrir boca, el periodista nos informará invariablemente del origen franquista del barrio y contará algún detalle chocarrero sobre queridas de prohombres del Régimen -¡qué cosas había entonces!-, viajes en taxi con artistas de Hollywood en horas bajas o locales de alterne frecuentados por delincuentes de poca monta. Es posible que se cite alguna peli de Almodóvar o canción de Sabina, que podría ser de Burning cuando se quiera dar un toque de calidad. También podría aparecer el Fary. Hecho el panorama histórico del barrio, el cronista detendrá su mirada sobre el paisaje y el paisanaje actuales. Aquí vienen las notas de «periodismo de raza» que no renuncia a una cierta pulsión lírica. Nos enteraremos de la cantidad de locales de juego, y del aspecto macilento de los jóvenes que entran y salen de ellos: gente sin duda derruida. Habrá también recuento de persianas echadas en locales comerciales y carteles de «Se traspasa». El barrio, aunque parezca increíble, conoció tiempos mejores. Se dará cuenta de las ancianas encorvadas que empujan o arrastran carros de la compra esquivando cacas de perro, y es posible que de nuevo haya prostitutas fumando al sol a la puerta de sus whiskerías. Hay pocos niños, y los que hay vienen de la mano de mujeres veladas.

Recorrida la arquetípica calle, quizás nos aventuremos en algún piso, al que habrá que subir caracoleando por las escaleras salvo que los vecinos se hayan puesto de acuerdo en los últimos años  para instalar un ascensor adosado a la fachada. Las paredes son de cartón y la vida vecinal se abre camino entre los tabiques, si es que a eso se le puede llamar vida. La «música de cañerías» bukowskiana, pero más cutre y con más olor a palitos de merluza fritos. Además llora un niño -que no sabemos de dónde ha salido, porque casi no hay niños en el barrio. De vuelta al exterior nos volveremos a contemplar los bloques de viviendas. ¡Mira que son feos! Y es verdad -una vez, cuando vivíamos en nuestro viejo pisito de El Carmen, vino a visitarnos un amigo palestino y se quedó horrorizado.

Yo es que estoy hecho a esta abominación. Nací en la maternidad de O’Donnell y crecí, sin pérgola y sin tenis, en el barrio de la Concepción, donde sigo viviendo hoy. Fui a un colegio público rodeado de colegios religiosos y descampados. Tantos descampados había que en una ampliación del «patio» nos quedamos con una familia gitana desalojada de su chabola: se les habilitó una vivienda y el padre se incorporó de conserje con uniforme azul y sonoro silbato; el hijo era un niño gordo que se paseaba por la pista de fútbol en una bicicleta demasiado pequeña. Otra familias gitanas se fueron de peores modos de los solares de San Pascual; ahí están los periódicos de la época que no me dejarán mentir. Luego se contruyó la mezquita. Algún compañero acabaría en la heroína o en cosas peores, pero a fin de cuentas éramos casi todos clase media normalita de la época.

Entonces el barrio quedaba, por así decirlo, más lejos del centro, aunque no tanto como para que los chavales no pasásemos la M-30 en metro, en microbús o incluso andando, arriesgando un atraco a imaginada navaja en el antiguo puente de Ventas. Es verdad que no estaba entonces mucho mejor el centro -Chueca era nuestro Baltimore y los traseros de la Gran Vía no se han repuesto de la degradación hasta hace bien poco. Vivimos todos en una ciudad mejor, incluso si los pisos están imposibles -yo mismo me voy a tener que ir del barrio y quién sabe si del término municipal. Echen un vistazo a esas calles plomizas de la trilogía del Crack o a libros como Macarras interseculares de Iñaki Domínguez. Mientras los cronistas impresionables componen sus piezas de Kapuscinski de pega, ha ido creciendo una modesta pero más honrada literatura de la memoria de un Madrid que se fue, como se va y nos vamos todos.

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