Los Windsor y la ficción
«La corona británica se ha metido de lleno en los debates últimos de la crítica literaria: la verdad o no de la autoficción»
La emisión de la cuarta temporada de The Crown está provocando cierta polémica en Gran Bretaña debido, principalmente, a la representación del príncipe Carlos. No es raro porque en esta cuarta temporada el príncipe de Gales aparece como un tonto con gran abanico de defectos. Resentido, celoso, autista sentimental, egoísta en extremo y callo por no seguir. Esto y la dramatización del conocido affair de lady Di con el caradura de Hewitt parece que ha colmado el vaso de la paciencia en la familia Windsor y eso que tienen mucha y además histórica. Que el papel de la reina haya salido ganando en esta cuarta temporada o que Margaret Thatcher sea una caricatura de quien fue importa poco: un portavoz oficioso ha dicho que basta y que sus realizadores han de dejar bien a las claras que la serie es pura ficción. No han dado siquiera el margen de un «basado en hechos reales», palabra esta última que aquí da cierto juego.
Vayamos, pues, por partes. El príncipe Carlos no es ni ha sido nunca, desde luego, este monigote atontolinado que solo ríe los chistes de su amante, construye un gran jardín, su mujer Diana le irrita en todo y le aburre el resto de la humanidad. Y esto, ahora que a todos, con el uso de las mascarillas, se nos van a poner las orejas como las tiene él, deberíamos tenerlo en cuenta. El príncipe Carlos de Inglaterra es, de entrada, el hombre más elegante de Europa: fíjense en cómo viste allí donde esté. Una elegancia que no es la física de su padre, que menudo esqueleto tiene, sino que le viene de su tío el duque de Windsor, el traidor —la corona inglesa siempre ha tenido un lado Shakespeare—, con el refinamiento añadido por lord Mountbatten, que ejerció de padrino e hizo del padre que Carlos de Inglaterra no llegó a tener. La figura del padre ausente o en exceso crítico es uno de los carcomidos pilares de nuestra sociedad: lo ha sido hasta hace bien poco, al menos.
A mí, el príncipe de Gales me ha recordado siempre un personaje de Pierre Le-Tan: refinado, culto e hipersensible. Con una dificultad de encaje en sociedad que procede de que la mayoría no es refinada, ni culta, ni hipersensible. Ni siquiera en su medio. Y poseedor, además, de una capacidad de aguante olímpica, como se vio mientras su mujer —despechada tanto por el frío y distante trato que él le daba como por su relación continuada con la señora Parker-Bowles— fue saltando de caballero en caballero, aquí y allá, a la vista de todos y con los paparazzi de cómplices. En fin, que soy de los que piensa que Carlos de Inglaterra nada tiene que ver con lo que nos muestran en The Crown, cuarta temporada, fruto solo de la inquina y cierta burla. No somos mayoría los que pensamos así y los más jóvenes, que no lo vivieron en directo y a tiempo real, se inclinan por estar a favor de Lady Di. Que además era más guapa y sí encajaba a la perfección en el mundo: desde la solidaridad hasta Elton John, pasando por su adicción a la publicidad de la prensa. Lo que quiere decir que están en contra de su marido. Pues bien. A los guionistas de The Crown les pasa lo mismo.
La otra parte —vayamos por partes, decía al principio— es lo de la ficción: la necesidad, según Buckingham, de que conste con la efectividad necesaria que The Crown es una ficción. Hombre, pues no lo habíamos pensado. Y ahí hay un dilema escondido: la ficción crea una verdad en el reverso de la realidad que escenifica y en la exigencia de los Windsor está la negación de esa verdad de la ficción. En el fondo lo que parece es que les gustaría una etiqueta que dijera: lo que aquí se cuenta es mentira, invención, puro teatro y nada tiene que ver con nosotros. La ficción solo es ficción. Entiendo que no sintieron esa necesidad en la primera y segunda temporada —las mejores, sin duda—, fueron calentándose en la tercera —aburrida y desangelada— y el cabreo o lo que sea se ha instalado viendo la cuarta. No más, por favor, que vete a saber lo que pueden acabar filmando estos desaprensivos; hay que pararlos.
Así pues y sin saberlo, la corona británica se ha metido de lleno en los debates últimos de la crítica literaria: la verdad o no de la autoficción, que en este caso sería de la supuesta realidad negada por sus protagonistas y exigida, también por ellos, como pura ficción con denominación de origen. El premio Goncourt de este año, por ejemplo, no se lo han llevado Carrère y su novela Yoga —favoritos ambos— porque su exmujer denunció que había faltado al contrato establecido entre ambos de no utilizarla como personaje. Naturalmente todos se han puesto del lado de ella y han dejado a Carrère compuesto y sin premio. Pero me temo que en este caso, la balanza del público fan de The Crown no se inclinará a favor del príncipe Carlos. La mía, vista la última temporada, sí. Absolutamente.