El trabajo bien hecho
«La estabilidad es fundamental, pero resulta mucho más urgente un reformismo prudente que asuma el diagnóstico de los auténticos males del país»
La estrategia del poder no siempre coincide con las necesidades de un país. Al contrario, a menudo juega en su contra. Los males de España no resultan difíciles de diagnosticar, al menos en sus grandes rasgos: un mercado laboral rígido con una fuerte tendencia al uso intensivo de un empleo de baja calidad; una industria poco competitiva, muy centrada en sectores decrecientes o que padecen una evidente crisis de modelo; una escasa inversión histórica en I+D, con la consiguiente descapitalización del personal científico; un sistema educativo roto desde hace décadas, sin que hayamos sido capaces de revertir las tendencias negativas; unas tensiones territoriales, al parecer irresolubles, y que retornan cíclicamente en forma de cantonalismo, desconfianza y, ¡ay!, odios enconados. La misma estructura territorial, que se improvisó en el tira y afloja parlamentario, ha causado numerosos desequilibrios –financieros y de mercado, por ejemplo– que nunca llegan a resolverse (en realidad, ni siquiera se han abordado frontalmente). La burocratización de la economía se ha traducido en una artritis reumatoide general de la sociedad, así como en un Estado del bienestar excesivamente deudor de otros momentos históricos y de otras necesidades. Un analista exterior ajeno a la idiosincrasia de los españoles diría que está todo por hacer de nuevo: la confianza en el país y en sus elementos comunes, la escuela y el perfil internacional de la industria, el funcionamiento de las instituciones y la carga impositiva, las competencias autonómicas y el excesivo endeudamiento, el futuro de las pensiones y la capacidad de captar talento y programas de I+D, y así un largo etcétera.
Con la aprobación de los presupuestos, el gobierno se afianza en el poder seguramente para toda la legislatura. La estabilidad es fundamental, pero resulta mucho más urgente un reformismo prudente que asuma el diagnóstico de los auténticos males del país. No es pactando con Bildu, con ERC o con Podemos como se avanza; y, si me apuran tampoco pactando con el PP o con Cs. No de entrada, quiero decir. No sin un programa inteligente que tenga en cuenta y ejecute el largo plazo. No sin un plan que estrene horizontes de esperanza, que es como hablar de horizontes de eficiencia. Porque el futuro se mide en una escala de confianza que es idéntica a la de la vida adulta: responsabilidad en lugar de frivolidad o infantilismo adolescente. Y se conjuga en forma de seriedad y no de intereses cortoplacistas. Ni los presupuestos –más expansivos que nunca–, ni las nuevas leyes –la de la ministra Celaá, por ejemplo– van en la dirección correcta, sino que parecen destinados –tras un cambio de cromos entre partidos y comunidades– a afianzar un statu quo: el del poder. A costa de perder oportunidades, la degradación se irá instalando cada vez más en una sociedad que ha hecho de la ciclotimia su estado natural. Queda por ver si el sostén europeo será capaz de revertir esta tendencia hacia la descomposición política y cultural y cuyos remedios no son difíciles de aplicar, pero sí exigen coraje y confianza. El coraje tanto del gobierno como de la oposición, y la confianza de una ciudadanía dispuesta a asumir los sacrificios necesarios en pos de un bien mayor. No la utopía, desde luego, sino algo mucho más a mano: conseguir que nuestras instituciones, y nuestro mercado, y nuestro debate público, y nuestras políticas vuelvan a funcionar de un modo razonable. Lo exigible no es más que eso, el trabajo bien hecho.