Julián Marías, una vida presente
«Tanto las palabras de Julián Marías como los eventos de su vida nos parecen un testimonio ejemplar de veracidad y lucidez que pueden seguir resultando enormemente inspiradoras y estimulantes para sus lectores»
Se cumplen hoy quince años de la muerte de Julián Marías, el 15 de diciembre de 2005. Aunque su figura y su pensamiento no han caído en el olvido (se han seguido reeditando algunas de sus obras, se han publicado libros sobre sus ideas, se han defendido tesis doctorales y se han organizado exposiciones en torno a su figura), es probable que haya bastantes lectores —sobre todo los más jóvenes— que no tengan conocimiento de su vida y de sus obras. Por eso queremos aprovechar esta efeméride para recordar brevemente algunos de los valores que más reivindicaba y que él mismo encarnaba en su persona, como la libertad, la autenticidad, la esperanza, el optimismo, la amistad, la valentía, la serenidad, el amor o la intensidad vital.
Resulta muy complicado separar al Julián Marías filósofo, intelectual y humanista del Julián Marías persona, ya que uno de los rasgos más acusados de su personalidad fue la búsqueda constante de la autenticidad en todo cuanto hizo y fue. De hecho, para Marías la filosofía consistía en «una llamada a la autenticidad, a la verdad de la vida, a ser cada uno quien verdaderamente pretende ser». Por eso animó a sus lectores a que incorporasen la filosofía en sus vidas, no como un saber muerto y erudito, sino como algo vivo y práctico, que nos atañe a todos, seamos o no filósofos profesionales. Por eso la dimensión filosófica debe estar presente en toda existencia, si se quiere que sea una vida plena y auténtica.
Marías fue un ejemplo de fidelidad a la propia vocación, que es «aquello a lo cual me siento llamado, el proyecto vital en que consisto, lo que pretendo ser». Para él siempre había que intentar llevar la intensidad de la vida a su grado máximo, y le parecía deshonesto arrastrar una existencia abúlica, rutinaria, superficial, sin intensidad. No se puede dejar que la vida se angoste por debajo de sus posibilidades, sin aprovechar cada momento y cada oportunidad que se presente ante nosotros. Dejar pasar el tiempo sin extraerle frutos es «perder la vida, destruirla, desvivirla», lo que constituía para Marías una forma suprema de inmoralidad.
Marías no dejó de exaltar en sus escritos, y lo demostró también en su vida, el valor superior de la libertad, animando a todos los hombres y mujeres a ser libres e independientes. Como explica en sus memorias: «Me sentía adscrito a la libertad, condición intrínseca de la vida humana, y por eso irrenunciable». El hombre no crea el mundo ni la época en que le ha tocado vivir, pero sí es responsable de elegir entre el repertorio de posibilidades que se le van presentando. Para ilustrar esta idea se servía de dos citas cervantinas, hábilmente seleccionadas por ese lector de oceánica curiosidad que fue Marías: «Tú mismo te has forjado tu ventura»; «y he de llevar mi libertad en peso / sobre los propios hombros de mi gusto».
Para Marías, al igual que para su maestro Ortega, la vida era algo que no estaba hecho, terminado, dado ni fijado, era algo que estaba por hacer, un quehacer o tarea personal, y como nada está hecho, tampoco hay nada seguro, y todo acto conlleva sus riesgos: «La vida es drama, algo que acontece, que se va haciendo instante tras instante, en vista de los proyectos, modificando la circunstancia o mundo, aprovechando sus posibilidades, intentando superar sus riesgos o amenazas». Por eso es tan importante también el coraje, la valentía, ya que sin ella «se hunden todos los valores». Según Marías, muchas personas no se atreven a ser felices porque tienen miedo a la vida, «porque temen a lo irrevocable, porque saben que si lo hacen, se exponen a la vez a ser infelices».
El propio Marías sufrió a lo largo de su vida no pocos sinsabores y golpes de la fortuna, pero siempre supo reponerse con entereza y siguió cultivando la esperanza y el optimismo. La vida –«lo que hacemos y nos pasa»– tiene que inventarse constantemente, y eso no es posible más que representándose imaginativamente el futuro: «La persona no está dada, como la piedra o el animal. Una persona ‘dada’ dejaría de serlo. El carácter programático, proyectivo, no es algo que meramente acontezca a la persona, sino que la constituye. La persona no ‘está ahí’, nunca puede como tal estar ahí, sino que está viniendo». Académico desde el año 1965, pocos saben que, a propuesta suya, el Diccionario de la RAE incluye desde su edición de 2001 el adjetivo «futurizo», con el significado de «orientado o proyectado hacia el futuro».
Defendía Marías el cultivo de la serenidad, de la calma activa, «una ataraxia positiva, jovial y alerta», y por eso eligió el alción como símbolo de sus libros. El alción es el Martín pescador, que construye sus nidos sobre el mar, sin que la tempestad arrastre sus huevos en los siete días anteriores y posteriores al solsticio de invierno, que es cuando –según la narración mítica– los vientos dejan de soplar por mandato de Zeus o de Eolo: «En este mito del alción, que podría ser el animal totémico de nuestro mundo, me parece ver la culminación de la interpretación activa, lúcida y humana del sosiego».
Otros aspectos determinantes para Marías fueron la educación sentimental, la amistad y el amor: «El amor consiste muy principalmente en dejar ser. Esta es la raíz de su imprescindible respeto. El que ama necesita tanto a la persona amada, que tiene que dejarla ser lo que es, lo que tiene que seguir siendo. Lo único que puede hacer activamente sobre ella es estimular el nacimiento de lo más propio y lo mejor, ayudarla a descubrirse, a verse como en un espejo que le ofrece el que la ve. El que quiere transformar a la persona amada –error tan frecuente– no la ama de verdad». La vida compartida con su mujer Dolores Franco fue el mejor exponente de estas ideas sobre el amor, así como su recuerdo permanente tras su temprana y dolorosa pérdida en 1977. Lo que más le importaba a Marías, después de todo, era la dimensión personal de la realidad: «El amor, la amistad, el pensamiento, el valor de cada día», eso es lo que verdaderamente le interesaba. Por eso percibía y apreciaba a todos los seres humanos con los que se cruzaba en la vida como «personas individuales e insustituibles». La grandeza de lo único, la dignidad de lo irrepetible.
En definitiva, su exhortación a la lucidez, a «abrir los ojos y no volverse de espaldas a la realidad», se combinaba de manera ejemplar con la búsqueda necesaria de la felicidad, por muy difícil (o imposible) que se presentara su cumplimiento. ¿Se trata de una felicidad frustrada? «En cierta medida sí –aceptaba Marías–, pero propia de esa criatura que somos los hombres. El hombre es una realidad utópica, que es y no es, que es lo que todavía no es y tal vez no pueda ser. Consiste en ser una realidad proyectiva, futuriza, deseante, nunca lograda, nunca conclusa, en suma, utópica. A eso precisamente corresponde la felicidad como imposible necesario. Nuestra vida consiste en el esfuerzo por lograr parcelas, islas de felicidad, anticipaciones de la felicidad plena. Y ese intento de buscar la felicidad se nutre de ilusión, la cual, a su vez, es ya una forma de felicidad».
A los quince años de su muerte, tanto las palabras de Julián Marías como los eventos de su vida nos parecen un testimonio ejemplar de veracidad y lucidez que pueden seguir resultando enormemente inspiradoras y estimulantes para sus lectores. Aunque se eche de menos la presencia diaria de su mirada inteligente, dando cuenta y razón de la vida de los hombres (y, en especial, de la sociedad española), ahí están sus libros como muestra del mejor pensamiento.