En defensa del champagne
«Llámenme loco o insensible pero, a pesar de los momentos duros que estamos viviendo, yo me propongo –y les propongo– despedir este año nefasto con champagne»
El champagne vive la peor crisis de su historia desde los tiempos de la Gran Depresión. La culpa, como pueden imaginarse, es de la pandemia. Un artículo relativamente reciente de Associated Press vaticina que, cuando acabe 2020, podrían quedar sin vender más de 100 millones de botellas. Lo que representa un tercio de los 301,9 millones producidos anualmente, según los datos de 2019 que maneja el Comité Interprofesional de Champagne. ¿Pueden imaginar mayor calamidad?
Decía mi admirado Grimod de la Reynière que el champagne vuelve más locuaces a los hombres y más bellas a las mujeres. Es posiblemente el vino que mejor representa el lujo y el hedonismo, el glamour, la sofisticación, la celebración y la fiesta. Un vino de palacios, pero también de cabarets y burdeles, cuyos orígenes legendarios se atribuyen paradójicamente a los austeros monjes cistercienses. En toda esa aura, pelín decadente y lúbrica, lleva la penitencia.
Llámenme loco o insensible pero, a pesar de los momentos duros que estamos viviendo, yo me propongo –y les propongo– despedir este año nefasto con champagne. ¿Que no hay nada que celebrar? Claro que no, salvo el hecho de seguir vivos. En todo caso, su ingesta tampoco les causará ningún mal y se trata de un pecado venial que no les enviará derechos al infierno.
Por otro lado, ya es hora de quitarle el sambenito frívolo al champagne. Nunca he estado de acuerdo en asociar exclusivamente el vino espumoso a los momentos de seducción, los eventos sociales, los brindis navideños o los triunfos deportivos. Como si no hubiera champagnes (y cavas) capaces de disfrutarse fuera de esas citas del calendario o esos entornos bobalicones. Champagnes que son, ante todo, grandes vinos con todas las de ley, donde el gas es únicamente un componente que no oculta estructura, untuosidad o sapidez. Tragos sublimes que van más allá del simple aperitivo o el alterne nocturno para acompañarnos en menús de alta gastronomía, charlas inteligentes o sobremesas contemplativas. El champagne, tomado en serio, se merece el mayor respeto.
Y no me digan que es un producto caro porque una botella de 0,75 centilitros de un pequeño productor artesano cuesta lo mismo que cuatro cubatas o gin-tonics en esos garitos nocturnos a los que, por las actuales circunstancias, ya no podemos ir. España es el cuarto mercado del mundo para la ginebra –el primero, en consumo per cápita– y tan sólo el noveno en champagne… quizá porque el cava y sus recientes escisiones son rivales duros de pelar. ¡Pues ya es hora de empezar a revertir la situación!
Además, la comparación tampoco se sostiene cuando hablamos del relato porque hay pocos vinos –acaso el Jerez o el Borgoña– con tanta historia oficial u oficiosa y tanto que contar. Esta delicadísima bebida burbujeante, engañosa para los neófitos, grandiosa para el connaisseur, debe su nombre a la denominación de origen gala en la que se elabora, extendida sobre el departamento de Marne y zonas fronterizas, 140 kilómetros al este de París. Una comarca fascinante, llena de pueblos con encanto y bodegas de renombre, personajes históricos, cosechas milagrosas, ritos y leyendas conservados entre sus paisajes brumosos y las más bellas catedrales góticas.
En estas tierras gélidas y un poco tristonas, el viñedo se reparte a lo largo de 33.821 hectáreas, desde la Montaña de Reims hasta el Valle del Marne, pasando por la Côte des Blancs y L’Aube, creando subzonas muy específicas donde reinan alternativamente las tres variedades de uva mayoritarias que intervienen en la creación del mito: la blanca chardonnay (30%) y las tintas pinot noir (38%) y pinot meunier (31%). Un clima extremo con unas condiciones límite para la existencia y supervivencia del viñedo y unos suelos de creta que proporcionan un drenaje perfecto y actúan como regulador térmico son parte del milagro de la existencia del champagne.
“Con mucha audacia y savoir faire, los champenois han hecho de la necesidad virtud. En una zona que produce mostos pobres en azúcar y ricos en ácido málico, han desarrollado una técnica que exalta la delicadeza de la uva y hace soportable la acidez de un fruto que tiene problemas de madurez cada año”, me explicaba hace tiempo el eminente crítico francés Michel Bettane.
Mucho antes de que Dom Pérignon y sus coetáneos propiciaran el insólito boom de estos vinos en el siglo XVII, celtas, romanos y francos ya cultivaron aquí el viñedo. Y dichas viñas crecieron en la Edad Media a medida que se multiplicaban las abadías por toda la región. Los monjes abastecían a las ciudades emergentes y la creación de varias rutas navegables por los ríos Marne, Aisne y Aube favoreció considerablemente su distribución, permitiendo que el champagne –aún sin burbujas– llegara hasta París.
Pero el éxito comercial se demoró todavía algunos siglos, a pesar de la incorporación de la región a la corona francesa gracias a la boda de Jeanne, la hija del último Conde de Champagne, con Philippe le Bel. Hubo guerras, peste, bandidaje, revoluciones, más guerras… Y también hubo que esperar a que el abad de la abadía de Hautvillers, el tal Dom Pérignon, perfeccionase el sistema de elaboración con su tratado póstumo Manière de cultiver la vigne et de faire le vin de Champagne (1718) que ya contemplaba estrictas normas de vendimia, recomendaba elaborar las mejores parcelas por separado y anticipaba lo que ha dado en llamarse la méthode champenoise.
En realidad, este fraile legendario y genialoide descubrió por casualidad lo mucho que mejoraba el sabor de sus vinos una segunda fermentación natural y, en vez de luchar contra ella –como hicieron sus antecesores–, adaptó a ese proceso de elaboración los mayores avances técnicos de la época, desde la cosecha hasta el embotellado. Avances que todavía perduran: desde la obtención de mosto blanco partiendo de uvas mayoritariamente tintas hasta la mezcla de vinos procedentes de diversas parcelas, pasando por el vidrio de doble grosor y un tapón en forma de hongo que aguanta la presión del carbónico.
Pero si el monje de Hautvilliers fue decisivo, no lo fue menos en el siglo XIX la Viuda de Clicquot, que se quedó sola muy joven a cargo de un pequeño despacho de vinos en Reims, después de que su marido falleciera por unas fiebres, y aplicó al negocio no poca intuición femenina y una admirable perseverancia. Con ella llegaron las técnicas del degüelle y del removido, así como el invento de los pupitres. O sea, el champagne moderno, cuya elaboración terminó regulando en 1991 por decreto ley el mismísimo Senado.
Hoy el viñedo ocupa 33.821 hectáreas, en las que operan 360 maisons y 16.100 vignerons, que exportan el 52% de su producción al exterior, porque el champagne –no lo olvidemos– es uno de los grandes embajadores de Francia. Aunque el neófito suele fijarse en la acidez y la burbuja, el principal ingrediente en la receta del espumoso más famoso del planeta es el suelo calcáreo, con un grano grueso de tiza tipo Kimmeridge, que elimina el exceso de humedad pero retiene la suficiente para alimentar la viña. Guijarros blancos de creta o carbonato de cal que aportan nutrientes y actúan como regulador térmico e hidrométrico, puesto que absorben el calor del sol y son capaces de conservarlo hasta bien entrada la noche; lo cual es vital en un clima tan extremo como este, donde la vitalidad de una planta se ve disminuida cuando debe luchar constantemente por sobrevivir a las heladas.
Parece mentira que de unas circunstancias tan adversas en un entorno monástico haya nacido un vino tan singular que terminó triunfando entre marquesas y cortesanas, destacando aquella Madame de Pompadour que afirmaba encontrarse más atractiva cada vez que lo bebía. No es de entrañar, teniendo en cuenta el elevado nivel de azúcar de los champagnes de siglos pretéritos. Una tendencia que se corrigió con Bollinger y Pommery, cuando empezaron a elaborar vinos ultra secos para el mercado británico, y que no ha remitido en nuestros días, con cada vez más seguidores del brut nature (menos de 3 gramos de azúcar añadidos por litro) e incluso del zéro dosage.
Hay champagnes de tantas clases como gustos y colores, aunque las entradas de gama de las grandes casas, basadas en el arte del ensamblaje y que buscan un sabor homogéneo año tras año, son los más populares. A pesar de su regularidad y constancia, a mí particularmente me aburren por su previsibilidad un tanto cansina. Por eso prefiero –siempre que puedo– beber champagnes de viñadores, que tienen menos técnica y marketing, pero más raza y más verdad.
En esos 319 pueblos cuyas laderas y bodegas calificó en 2015 la Unesco como Patrimonio de la Humanidad, uno puede perderse buscando tal o cual maison y terminar descubriendo un productor desconocido e incluso haciendo amigos. Entre las 17 comunas clasificadas como Grand Cru, mi favorita en la Côte des Blancs, es Avize, 11 kilómetros al sur de Epernay. Una localidad singular, con menos de 2.000 habitantes y 267 hectáreas de viña plantadas casi exclusivamente con chardonnay, donde el blanc de blancs deja de ser un vinillo ligero para adquirir cartas de nobleza, densidad y profundidad, a un nivel incluso superior a sus ilustres vecinos de Cramant o Le Mesnil-sur-Oger. Para muestra, el trabajo de sus bodegueros más ilustres, desde el icónico Pascal Agrapart hasta el biodinámico Eric de Sousa, pasando por el reverenciado Anselme Selosse.
Aquí el champagne es una forma de vida, como acredita que el centro escolar imparta un bachillerato especializado en el tema o que el hotel-restaurante boutique Les Avisés (regentado por la familia Selosse) se haya convertido en indiscutible destino de peregrinación para gourmets y enópatas. Pero es que, además, otras casas de culto poseen en Avize parcelas de primer orden en las que producen algunos de sus vinos top, como el Champ Caïn de Jacquesson o Les Chemins d’Avize de Larmandier-Bernier.
Con alguno de los mencionados pienso brindar –aunque sea conmigo mismo– en estas fiestas tan desangeladas, por fidelidad a un vino que nunca te abandona en los momentos difíciles y por ayudar a una región vitivinícola que va a sufrir más que ninguna los embates de la crisis post-Covid. Si les digo, además, que tuve un bisabuelo originario del Valle del Marne, quizá comprendan mejor esta inclinación mía hacia las burbujas de allende los Pirineos. No es que el españolísimo cava me disguste, es que llevo el champagne en el corazón y en los genes.