Lo correcto vs. lo políticamente correcto
«No sólo cojean los periodistas y los locutores de radio. También los políticos y los expertos de la Administración atentan contra el lenguaje a todas horas»
A raíz de las ridículas propuestas del lenguaje inclusivo promovidas por lo peor del gobierno que nos aflige y que incluso la RAE rechaza con desprecio, vuelvo como a un remanso de cordura a repasar las enseñanzas contenidas en las obras del inolvidable Valentín García Yebra, a quien tuve el lujo de frecuentar durante sus últimos años, echando de menos los sabrosos comentarios y análisis que, de haberle tocado vivir en este malhadado periodo, hubiera hecho desde su sillón en la Academia y desde su cátedra en las terceras de ABC.
En efecto, nadie como él ha intentado, de manera tan sabia, y quiero creer que eficaz, corregir los errores más habituales en el uso de la lengua, en particular en los medios de comunicación, donde los atropellos son constantes y recurrentes. Uno de sus libros, en el que se recogen muchos y fundamentales errores y que se debería de tener como texto en las escuelas de letras y periodismo, es el titulado Claudicación en el uso de las preposiciones, refiriéndose a una frase de Azorín que dice: «He observado que oradores y literatos claudican en el uso de las preposiciones». Pero no sólo cojean los periodistas y los locutores de radio. También los políticos y los expertos de la Administración atentan contra el lenguaje a todas horas. Algunos incluso se crecen frente la corrección y la justifican reafirmándose en su error en nombre de una malentendida modernidad y pateando la lógica implacable que se supone domina al lenguaje.
Recuerdo que un profesor de enseñanza secundaria les daba a sus alumnos un ejemplo algo populista para no claudicar entre «por» y «para», dos piedras en las que se tropieza con harta frecuencia y que muchos consideran intercambiables: «Todo para el pueblo, pero no por el pueblo». Aunque no sólo se claudica en el uso de esas palabras generalmente diminutas (de una o dos letras), importantísimas para ordenar y estructurar la frase, que son las preposiciones. También hay otros errores que han hecho escuela, como el de utilizar el posesivo detrás de un adverbio de lugar, algo que difícilmente puede pertenecer a alguien: delante, detrás, encima, debajo, no son ni mío, ni tuyo, ni suyo, ni nuestro, ni vuestro; necesitan apoyarse en la preposición de, para que la localización en el espacio así expresada resulte coherente. Pero no. Constantemente oímos –y escuchamos también- «delante mío, detrás tuyo, encima suyo, debajo nuestro» en vez de «delante de mí, detrás de ti, encima de él o de ellos, debajo de nosotros o de vosotros», etc. Sin embargo, resulta muy sencillo, aunque parece que quienes así hablan, además de desconocer la lengua, tengan una aversión recalcitrante tanto a su lógica como a su armonía.
Y ya que he hablado de oír y escuchar, recuerdo que don Valentín contaba que en un congreso al que asistió una vez, una oradora dijo a los que estaban sentados al fondo: «¿Me escuchan?». Y don Valentín contestó: «La escuchamos con muchísima atención, pero la oímos muy mal». Creo que ahí está, admirablemente sintetizada, la explicación de la diferencia entre ambos verbos, pues se puede escuchar sin oír nada y se puede oír sin que haya nada que escuchar; oír apela al sentido del oído y escuchar a la voluntad de entender algo que se oye: no se escucha una bomba que estalla a tu lado, pero sí la radio. Y, desde luego, no se puede escuchar nada si no se puede oír.
Esta confusión de los sentidos, nunca mejor dicho, se produce también con el de la vista. Ver y mirar son dos cosas bien diferentes. El ejemplo que pone don Valentín en el artículo sobre estos verbos «ambiguos» vale más que mil explicaciones: «Mira qué pájaro tan bonito», «No lo veo», «Fíjate, allí en esa rama», «¡Ah, ya lo veo!».
Por otra parte, como no se puede mirar sin ver, ni escuchar sin oír, parece increíble que prevalezcan «mirar y escuchar» sobre los verbos que expresan el sentido que hace posible ambas acciones, «ver y oír». Según don Valentín ello se debe a que en la actualidad las palabras breves son sospechosas, de ahí el alargamiento exagerado de las frases, que las vuelve incomprensibles, del lenguaje administrativo, llamado por sus detractores, entre los que me cuento, «lengua de palo» (langue de bois que algunos traducen de madera) o «desesperanto».
Hay otras modas como la de decir «plausible» (digno de aplauso, pero también admisible, recomendable) en lugar de «posible» (que puede ser, que se puede ejecutar) pero la más vergonzosa es la de decir «vergonzante» por «vergonzoso». Vergonzante significa «que tiene vergüenza» y se dice normalmente de quienes ocultan algo porque les avergüenza (pobre vergonzante, es decir persona que aparenta no ser pobre, etc.) y vergonzoso significa «que causa vergüenza» (un proceder vergonzoso, un acto vergonzoso, etc.). Hay otras cosas como el llamar poetas a las mujeres y no poetisas, como sería lo etimológicamente correcto, pero ya está bien de meterme con el gobierno por hoy.