Por qué he dejado de odiar los villancicos
«Déjense de prejuicios y atrévanse a recuperar lo mejor de este cancionero estacional que no tiene razón de existir fuera de estas fechas tan especiales»
Siempre he odiado los villancicos. Es una actitud hostil incorregible que se remonta a mi infancia. En aquellos años raros del tardo-franquismo, yo era un niño obediente que se comía sin rechistar la sopa de fideos –ese diabólico invento materno, que aún hoy detesto–, pero me negaba a cantar aquello de “A Belén, pastores / pastores chiquitos”. ¡Hasta ahí podíamos llegar!
A pesar de haber sido educado en los principios básicos de la moralidad católica, esas tonadas populares a mayor gloria del “niño que está en la cuna” nunca me llegaron. Sin embargo, la semana pasada, me sorprendí emocionándome con una canción de temática navideña titulada 2000 Miles y grabada por The Pretenders en 1983. Será que la letra, acerca de cómo en vísperas de Nochebuena añoramos más que nunca a los seres queridos, me tocó la fibra sensible en estos tiempos de pandemia, distanciamiento forzoso y emociones a flor de piel.
Según cuenta Pepe Rey en sus Mitos y ritos de la Navidad (Ediciones B, 1997), los villancicos se remontan a los poemas cortesanos profanos del siglo XV y fueron blanqueados para acompañar la liturgia en las parroquias modestas que no tenían órgano, ni coro ni modo alguno de representar las solemnes cantatas de música sacra en tiempos anteriores a la grabación y reproducción del sonido por medio de ondas. Pero lo cierto es que eran cánticos originalmente creados con un espíritu lúdico para festejar el solsticio invernal y de más valor antropológico que estrictamente musical.
Por supuesto, siempre hay excepciones a la regla, empezando por el formidable Stille Nacht, heilige Nacht (Noche de paz, noche de amor), compuesto en 1818 por el maestro de escuela y organista austriaco Franz Xaver Gruber, con letra en alemán a cargo del sacerdote Joseph Mohr, que la Unesco tuvo a bien declarar Patrimonio cultural inmaterial de la Humanidad hace unos años. Siguiendo con el inolvidable White Christmas de Irvin Berlin, que grabó por primera vez Bing Crosby en 1942, arropado por la orquesta de John Scott Trotter. Y sin olvidar ese otro gran clásico estadounidense titulado The Little Drummer Boy (El tamborilero), escrito en 1941 por la profesora de piano Katherine Kennicott Davis y popularizado dos lustros después por la Familia Trapp.
Sí, hablamos del teniente Georg von Trapp y sus siete hijos: aquel héroe viudo de la marina austro-húngara casado en segundas nupcias con la institutriz de sus vástagos que, tras negarse a ingresar en el ejército nazi, se exilió a Norteamérica con toda su prole. Su epopeya real inspiró el musical de Rodgers y Hammerstein The Sound of Music (1959), llevado a la gran pantalla con tremendo éxito por Robert Wise en 1965 y estrenado en nuestro país como Sonrisas y lágrimas. Todos recordamos a la mojigata Julie Andrews enseñando a cantar a aquel atajo de niños insolentes, pero ni la obra de Broadway ni el largometraje posterior cuentan nada de su granja en Vermont, sus giras por 30 países y sus grabaciones para RCA entre las que se halla la primicia de El tamborilero, que luego nuestro Raphael se apropiaría con no poco mérito.
Resulta curioso cómo los austriacos han asumido el papel de preservadores del espíritu navideño y sus ritos, desde los citados Stille Nacht o The Little Drummer Boy hasta el tradicional Concierto de Año Nuevo de la Orquesta Filarmónica de Viena, que se celebra cada 1 de enero en la Sala Grande de la Musikverein y es transmitido a través de televisión para millones de espectadores, con un repertorio innegociable basado en los valses y marchas de Johann Strauss y sus hijos. Pero nos estamos despistando…
Salvo algunas piezas clásicas formidables que jamás pasarán de moda, como el Adeste fideles atribuido a John Francis Wade (1743) y demás arias sagradas, el Oratorio de Navidad BWV 248 de Johann Sebastian Bach (1734), el Concerto grosso en Sol menor Op. 6 Nº 8 de Arcangelo Corelli (1714) o el Oratoire de Noël op. 12 de Camille Saint-Saëns (1858), la mayoría de composiciones evocadoras de la Natividad y otros hitos cristianos que celebramos en estas fechas han ido perdiendo fuelle en los últimos lustros, a medida que se imponía una visión cada vez más laica, desacralizadora y consumista de estas fiestas.
Poco importan los esfuerzos realizados por instituciones públicas o privadas, algunos medios confesionales y centros culturales o espirituales. Ni los orfeones ni las escolanías ni los coros de góspel ni los cuadros flamencos ni las agrupaciones folclóricas con sus zambombas y panderetas están de moda en nuestros días. Hace ya bastante tiempo que la música conmemorativa del milagroso advenimiento ha quedado relegada al entorno de los colegios de curas, las familias pequeño-burguesas, los programas televisivos más rancios y los hilos musicales de los grandes almacenes.
Puede ser debido al desapego de las nuevas generaciones o por una lógica reacción de la nuestra al empacho auditivo que, en épocas pretéritas, sufrimos con aquellas estrambóticas estrofas sobre mirar “cómo beben los peces en el río / por ver al Dios nacido”. O acaso tenía un ápice de razón la psicóloga inglesa Linda Blair cuando, hace tres años, sentenció en Sky News que la sobreexposición al cancionero navideño provoca estrés entre los clientes y secuelas traumáticas entre los empleados de los centros comerciales.
Me da igual. Quizá porque estamos cerrando un año lleno de pesar y desánimo, por llevar la contraria al pensamiento unidimensional –que Marcuse denunció en su momento y hoy padecemos más que nunca– o porque, simplemente, la deliciosa 2000 Miles me caló hondo el otro día, yo he decidido – aunque sea temporalmente– dejar de odiar por un rato los villancicos.
En momentos de angustia e infortunio, la gente necesita himnos sacros o profanos, canciones de lucha y esperanza como ya dijimos aquí en otro artículo. Y esa liturgia melódica puede ser un bálsamo incluso para los más agnósticos, ya entiendan el periodo navideño en clave de reencuentro o de introspección. Así que déjense de prejuicios y atrévanse a recuperar lo mejor de este cancionero estacional que no tiene razón de existir fuera de estas fechas tan especiales.
Hay grandísimos villancicos o christmas songs por (re)descubrir dentro de las inmensas plataformas digitales de música en streaming e incluso algunos grandes artistas se han atrevido, en un momento particular de sus carreras, a consagrarles discos completos. Anoten tan sólo algunos nombres y títulos como los de Bing Crosby and The Andrews Sisters (Merry Christmas, 1949), Elvis Presley (Christmas Album, 1957), Nat King Cole (The Christmas Song, 1962), Phil Spector (A Christmas Gift for You, 1963), Ray Charles (The Spirit of Christmas, 1985) o los imprescindibles Frank Sinatra, Dean Martin y Sammy Davis Jr. en una antología póstuma (Christmas with The Rat Pack, 2002). Pero hay muchísimos más…
Por si se han quedado con ganas de investigar, pero les da pereza perderse en la red, aquí les dejo una playlist bastante incompleta y personal, con el deseo de que les haga algo más leves estas navidades que, por imperativo sanitario, nos vemos obligamos a pasar lejos de mucha gente que amamos.