Mi generación creía en el paraíso
«Los errores tienen consecuencias y estas nos indican el lugar hacia dónde nos dirigimos, al naufragio de nuestra sociedad»
Leo estos días festivos a García M. Colombás, monje mallorquín, historiador de la tradición benedictina. Siguiendo las huellas de aquel misterioso hombre al que llamamos Benito, Colombás dedica un largo capítulo al papa Gregorio Magno y se refiere a las cuatro preguntas que se hacía: dónde estabas, dónde estarás, dónde estás y dónde no estás. Eran cuestiones dramáticas en aquel siglo en que los lombardos asediaban las puertas de Roma. «En esta ciudad –escribe san Gregorio–, hemos visto las murallas destruidas, las casas derrumbadas y las iglesias demolidas por el huracán, y caerse los monumentos irresistiblemente arruinados, como exhaustos de tanta antigüedad». Fue un tiempo apocalíptico. Se sabe que Gregorio no deseaba ser papa, aunque asumió con fuerza su deber. Era un gran reformador, un hombre incansable que juzgaba su trabajo con estas cuatro preguntas y sus correspondientes respuestas: estábamos en el error y estaremos en el infierno si perseveramos en la confusión, estamos en la miseria y no dónde deberíamos si hubiésemos hecho las cosas bien.
Las cuatro preguntas son aplicables a cualquier época. Miremos a España. ¿Dónde estábamos? Mi generación creía en el paraíso, que para nosotros se conjugaba con Europa y con la promesa de un futuro aún mejor. Era una forma de ingenuidad como otra cualquiera, aunque quiero pensar que teníamos motivos para ello. La alternancia pacífica de gobiernos nos hablaba de una democracia que se consolidaba y de unas instituciones eficientes en el desempeño de su labor. Luego Aznar desaprovechó su mayoría absoluta y no acometió las grandes reformas económicas que el país necesitaba para afrontar la llegada del euro y la globalización. Y a su vez Zapatero inauguró una lectura profundamente divisiva de la memoria histórica. Los errores tienen consecuencias y estas nos indican el lugar hacia dónde nos dirigimos, al naufragio de nuestra sociedad. En efecto, nos encontramos en la miseria, que no es tanto económica –aún– como moral e ideológica. Exhaustos, dirá Gregorio; consumidos por la decepción, extenuados por la estupidez de un debate público viciado, divisivo y nihilista. También vemos cómo se agrietan las murallas de nuestras instituciones y cómo un huracán demagógico pretende derrumbar los contrafuertes de la ley, mientras las empresas cierran, el paro se enquista y una sucesión de fracasos colectivos empieza a poner en duda la solidez del Estado. Exhaustos no de antigüedad, sino por el retorno de fantasmas seculares que han sido cuidadosamente convocados por el poder. Los fallos, las culpas, han sido nuestros. De nadie más, se diría.
Retorno al libro. San Gregorio no se dejaba amilanar. Decía: «Yo estoy mirando a Pedro, me fijo en el ladrón, miro a Zaqueo, veo a María Magdalena, y no hallo en ellos sino modelos de esperanza». Modelos de esperanza que significan tradiciones constructivas, culturas compartidas que miren con coraje al futuro y digan adiós al bucle destructivo en el que estamos sumidos. ¿De verdad queremos seguir así? ¿Nos gusta vivir en una sociedad definida por el fracaso educativo, la desconfianza hacia las elites, la erosión de los vínculos comunes, el deterioro de los servicios y las infraestructuras, la falta de solvencia, el cortoplacismo estratégico, el envilecimiento del debate público, la pésima selección de la clase política, la guerra cultural, el declive industrial, el acoso a las familias, el abandono de los jóvenes?
¿De dónde venimos y a dónde nos dirigimos? ¿Dónde estamos y dónde no estamos? Estas preguntas siguen vigentes: nos acusan a ti y a mí. Exigen una respuesta, no el silencio.