THE OBJECTIVE
Juan Marqués

Canción de Año Nuevo para Irene Vallejo

«Lo primero que hay que decir de la buena literatura es que es tan misteriosa como esa misma vida a cuyo servicio quiere ponerse»

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Canción de Año Nuevo para Irene Vallejo

Santiago Basallo

Querida amiga Irene,

está amaneciendo sobre el Manzanares, es 1 de enero y ando releyendo ese libro maravilloso que es Casa común, de Luis Feria («Qué buen quehacer el tuyo: vivir para cantar. / ¿Y qué mejor canción que tu vivir?»…), admirando una vez más lo fácil que parece la literatura cuando se hace bien, cómo fluye y cómo encaja todo cuando se tiene una mirada limpia y una voz original, genuina y verdadera y, claro, el talento suficiente para forjarla, o al menos la paciencia necesaria para saber esperar a la inspiración. Entre los poetas de nuestra edad, o los más jóvenes, hay muchísima más inspiración que paciencia, en parte porque el mundo invita a ello, es el ritmo del tiempo que ha tocado, y es una mala noticia. Me parece que hay muchos impulsos auténticos que se malogran por la ansiedad de la visibilidad inmediata, se prefiere algo resultón ahora mismo que algo magnífico mañana… «Qué difícil es escribir mal», decía Juan Ramón Jiménez, y tenía toda la razón del universo, pero a la vez, qué difícil es acertar, qué difícil conseguir dar un poco de calor y compañía con palabras, qué difícil ser sencillo y exacto sin caer en lo simple, que difícil quedarse en lo natural y no caer en la tentación del artificio… Lo que escribió Luis Feria ya en su vejez, además, no es que sea feliz, que eso no se sabe lo que es, pero sí es una poesía que está contenta, y además contenta de verdad, no por colorida, o graciosa o vitalista, que también, sino porque contagia esa alegría, te hace automáticamente cómplice y partícipe de su propia mirada, de su particularísima percepción de la realidad… Son versos que demuestran que de la poesía no hay que saber; en la poesía hay que estar. He conocido a verdaderos sabios en literatura, gente de sensibilidad e inteligencia abrumadoras, que sin embargo no saben nada sobre poesía. Algunos profesores de nuestra vieja y ahora triturada facultad saben de poetas, por supuesto, y conocen la historia de las corrientes, y de las métricas, y saben explorar las intenciones, con ideas brillantes y atinadas… pero en el fondo les sucede aquello que Ramón Gaya decía de Ortega al hilo de su Velázquez: entienden de lo que no comprenden; todo lo que dicen está muy bien, pero es que no se trata de eso. O se está en la poesía o no hay remedio, no es algo que se pueda forzar, y tampoco, ya ves, se logra explicar muy bien, o yo desde luego no puedo.

Lo primero que hay que decir de la buena literatura es que es tan misteriosa como esa misma vida a cuyo servicio quiere ponerse. Es la primera correspondencia entre ambas, la esencial. La literatura no tiene las respuestas para las preguntas de la vida, porque la literatura es vida en sí misma, aparte de uno de sus mejores reflejos. Y, sin embargo, te confieso que pienso, o que intuyo, o incluso que sé…, que en el arte hay un secreto, algo que nadie ha visto pero que muchos y muchas intuimos y arañamos y entrevemos, y que algunos pocos, además, sabéis sugerir, insinuar, hacérnoslo vislumbrar a los demás, aunque nadie sepa bien lo que es. «El secreto» sería, de hecho, un buen título para algo: me gusta aquel de Bolaño, El secreto del mal, porque en efecto él se propuso, y en buena medida consiguió, investigar eso, llegar al corazón del mal, aunque fuera un mal simbólico, difuso, impreciso, universal, intemporal… pero yo, tan poco postcontemporáneo, tan «el caballero inactual», sé que hay un secreto general que entre todos y todas, sin ser muy conscientes de ello, tratamos de desvelar. Los creyentes lo tienen resuelto: Dios es su propio secreto, la Creación es su obra y todo tiene un sentido y unos objetivos más o menos establecidos y declarados. Pero los que no contamos con la suerte de la fe vamos a tener que afanarnos un poco más, lo cual, por otro lado, es también, a su modo, una bendición.

Lo que yo quería decirte con todo esto es que me alegro mucho de lo que te ha pasado, de lo que te está pasando, porque, por descontado, digo todo lo anterior pensando en ti. Por fin le sucede algo así a alguien que se lo merece, a un libro enamorado de la vida, a un libro lleno de buena luz. Al margen de sus méritos literarios, o de su erudición, o de cómo esté escrito, tu libro es el defensor de una actitud, un embajador de la mejor cultura, y en mi opinión nuestro tiempo anda muy necesitado de esa postura, de ese punto de vista, de ese punto de partida, de esa «filosofía». En otro sitio ya hice la broma de que tu libro es tan bueno y especial que me extraña muchísimo que esté gustando tanto, pero es que también me alegra que este libro haya sido un correctivo a mi (relativo) pesimismo: que El infinito en un junco sea tan infinito es, ante todo, una lección de esperanza. Que un ensayo así, una historia así, esté acompañando y ayudando y complaciendo a tanta gente, y además tan distinta, tan diversa, vendría también a significar que el mundo está anhelante de verdad, de belleza, que necesita fantasear con el pasado, o saborearlo, para afrontar mejor el futuro, para mirarlo con buenos ojos, para creer que de verdad hay todavía algo que construir. En ese sentido tu libro es casi presumido: presume de la Humanidad, es una declaración de amor sublime a lo mejor que somos, a lo que hemos sido capaces de hacer. Y pocas veces he visto tan claramente explicada la indisoluble relación que une la lectura con la libertad. No voy a decirte más: muchos otros mucho más aptos han escrito y hablado mucho mejor que yo, y esto mío ya viene a destiempo, o por añadidura, o son cosas consabidas, superfluas, redundantes… Pero es que este año me he propuesto ser bueno, y quiero que lo primero que escribo trate sobre lo mejor del año que se ha cerrado hace unas horas, que ha sido esa deflagración de tu texto («Deflagración: Combustión rápida con llama y sin explosión»). Ha sido un año en que una pandemia ha dinamitado todos nuestros planes, un año entre trágico y grotesco, colectivamente nefasto, desesperante…, de modo que tu junco también ha debido de tener algo de quitamiedos, y yo quiero unirme, otra vez, al clamor de los agradecimientos. «Yo no me repito, yo insisto», decía, una vez más, Gaya. Cuando algo es tan extraordinario, hay que insistir. No hacerlo supondría una dejación.

Un beso grande, querida Irene, y todo lo mejor para ti y tus chicos en este recién nacido 2021, que no cese la gran fiesta de la curiosidad. Esta tarde voy a Zaragoza, pero ya no me atrevo a llamarte, no voy a interrumpirte. Yo sigo con Luis Feria: «Bien hallada, te dejo. Ya me vuelvo a mi oficio, mas antes te deseo / que ames el peligro, que tengas días claros, / que me escribas frecuente y rías mucho. / En el desastre, pruébate. Que un dios cruel no halles».

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