Para entender el laberinto catalán (1)
«¿Quién decidirá entonces el ganador final de la partida catalana? Lo hará la demografía»
Inmediatamente tras aquel 1 de octubre del año 17, cuando el instante del supremo clímax emocional del procés, en vísperas del efectista simulacro escénico de la proclamación de una república catalana virtual, alguien escribió en la prensa llamada unionista, por más señas yo mismo, que Cataluña iba a seguir siendo España durante una temporada más solo gracias a aquellos píos, circunspectos, anodinos y aburridísimos tecnócratas del Opus, ya difuntos todos ellos, que, sin resultar en absoluto conscientes de las muy profundas implicaciones políticas a largo plazo de las recetas que se proponían aplicar con tal de extraer al régimen de Franco del callejón sin salida de la autarquía, diseñaron el Plan de Estabilización.
Un argumento, el mismo que tres años y pico después del día de autos sigo defendiendo con idéntico convencimiento, que no era ninguna boutade proclamada con afán provocador sino la definitiva constatación de una evidencia que casi nunca se toman en consideración a la hora de abordar con algún afán de profundidad el problema catalán. La constatación empírica que nos invita a certificar, contra lo que sostienen tanto los publicistas del nacionalismo catalán como sus contrarios, que el poder político, por mucha voluntad, recursos administrativos, dinero, años y fanatismo militante que dedique al empeño, deviene impotente cuando lo que intenta, como viene sucediendo en Cataluña desde los últimos cuarenta años a esta parte, es modificar, y de modo radical, las lealtades nacionales de la población sometida a su autoridad.
A ese muy particular y crítico respecto, se equivocaban igual, y se siguen equivocando, los dos bandos. Se equivocaron, es evidente, los ingenieros sociales del pujolismo cuando llegaron a convencerse de que la inmersión lingüística en las escuelas y, más en general, el uso políticamente instrumental de la red de instrucción pública al servicio del proceso de construcción nacional iba a lograr que, a lo sumo en el plazo de dos generaciones, el grueso de la población catalana descendiente de las migraciones internas de los años sesenta abrazase como propia la causa el nacionalismo. Algo que, simplemente, no ha ocurrido. E igual yerran, decía, los que desde sus antípodas comparten similar fe del carbonero en el poder demiúrgico del adoctrinamiento ideológico escolar. Al punto de que, tras más de ocho lustros de insistencia cotidiana, machacona, constante y obsesiva en ese objetivo estratégico por parte de las autoridades educativas de la Generalitat, la variable determinante para adivinar si un catalán, uno cualquiera elegido al azar, resulta ser nacionalista o no, el factor crítico que explica su adscripción nacional subjetiva, sigue siendo la resultante de cruzar el lugar de nacimiento de sus padres con la lengua vehicular que utilizaba con ellos en la infancia. Conociendo esos dos datos, hoy, en el mes de enero del año 21, un sociólogo electoral avezado puede predecir con un mínimo margen de error si el sujeto en cuestión votará a un partido independentista o no.
¿Estoy intentando decir con ello que la expulsión del castellano de todos los usos docentes y la paralela instrumentalización del catalán, siempre a modo de caballo de Troya, para inculcar la cosmovisión nacionalista en la población escolar de origen castallanoparlante ha sido un fracaso político, que no ha servido para casi nada? Efectivamente, eso es lo que estoy intentando decir. Porque si alguna enseñanza tendríamos que haber extraído ya de ese enorme laboratorio de experimentación sociológica en que se ha convertido la Cataluña contemporánea es la de que las lealtades nacionales profundas, las que forman parte de la identidad personal de los individuos a lo largo de toda la vida, pueden ser reforzadas y estimuladas por instituciones como la escuela o los medios de comunicación de masas, pero solo reforzadas o estimuladas, nada más. Porque su transmisión se realiza únicamente de padres a hijos, siempre dentro del estricto ámbito privado, el enmarcado por las cuatro paredes del hogar familiar. Eso es lo que explica que el franquismo, pese a disponer sin límite de todos los instrumentos el Estado, fuese incapaz en su momento de acabar con el sentimiento nacionalista latente en la gran mayoría de la población catalana de raices autóctonas, igual que los catalanistas fracasaron después en su intento de aculturizar a la otra mitad de los catalanes. ¿Quién decidirá entonces el ganador final de la partida catalana? Lo hará la demografía. Y de eso irá al próximo artículo.