La nación y el país
«Una nación, en sentido moderno, es una comunidad imaginada. Imaginada, atención, no imaginaria. La nación es un invento, pero no por eso es irreal»
La nación se imagina, el país se pisa. Otra manera de decirlo: la nación no es una realidad física, como una montaña o un río; tampoco hace referencia, como en época medieval, a una estirpe de personas venidas del mismo lugar (en las universidades, los estudiantes se agrupaban, en el viejo latín, por sus nationes, es decir, por su origen). La palabra pudo haber sido “gentes» (perdura en “derecho de gentes”, es decir, el derecho internacional) pero en lugar del genus (linaje) las lenguas romances se decantaron por el natus (nacido). Ser de nación gallega o andaluza significaba, sencillamente, ser natural de Galicia o Andalucía, aunque eso fuera luego muy compatible con ser “de nación española” si se trataba de ocupar un puesto en el mercado de Brujas o un atril en las aulas de Bolonia. Así, polivalente e imprecisa a lo largo de los siglos, la palabra nación se electrizó tras la Revolución Francesa. Sieyès: «La nación es un cuerpo de asociados que viven bajo una ley común y están representados por un mismo parlamento». La comunidad de sangre y parentesco ha desaparecido, al menos en teoría. Si grandes masas de personas han de hacerse ciudadanos bajo la misma ley nacional entonces deben poder imaginarse como miembros de la misma nación, aunque no se conozcan personalmente ni lleguen a visitar la totalidad del territorio. De ahí que la mejor definición de nación sea la de Benedict Anderson: una nación, en sentido moderno, es una comunidad imaginada. Imaginada, atención, no imaginaria. La nación es un invento, pero no por eso es irreal.
La palabra “país” a menudo se usa como sinónimo de nación. Pero también conserva una acepción en que importa la cercanía, la contigüidad física. Lo sugiere su parentesco con “paisaje” o “paisano”. Incluso en estados muy centralistas, como Francia, cuando uno lee en la carta de un bistró “jambon du pays” sabe que se trata de un jamón hecho en las proximidades, sin salir de la provincia. En lengua italiana “paese” retiene intacta su anfibología: puede significar, según contexto, “país” o “pequeña localidad o pueblo”. En español, en la palabra “campesino” encontramos de nuevo el país, la tierra que se ara. Incluso en una lengua germánica como el inglés, “country” significa ora “campo”, ora “país”. Durante el siglo diecinueve español la distinción era todavía nítida: la nación era España, el país bien podía ser la parte del territorio de donde se venía. Todavía es así en algunas mentes cultivadas, que saben mantener separados los conceptos: de un lado está el país, la tierra, la patria chica de uno, que se ama, que no se olvida, con sus costumbres e idiosincrasia, acaso con su lengua particular. De otro la nación, el cuerpo de ciudadanos solidarios unos de otros, vinculados por una ley común, salida de la forja de una historia también común, que multiplica las posibilidades biográficas y ensancha los límites de nuestra personalidad. Cierto: no se me escapa que existen pasadizos entre país y nación, hechos culturales que ayudan a que brote el sentimiento de comunidad. Que esa confusión sea sinónimo de acumulación y no de disgregación. Pues ambas, la nación y el país, son parte de nuestro patrimonio.