El dilema Spector
«La lista de artistas destacados con perfil reprobable es extensa. Si todavía ofreciesen una obra mediocre, podríamos condenarles sin más al olvido»
«Desde que descubrí a Louis-Ferdinand Céline, me debato entre el entusiasmo literario y el horror moral. Resulta difícil no admirarlo, pero es imposible no odiarlo». Aquellas palabras de Henri Godard en 2014 me vinieron a la mente el pasado fin de semana al saber que Phil Spector había muerto.
Conocí a este profesor emérito de la Sorbona durante los años en que trabajé como corresponsal político en París. Godard había nacido en el mismo año que el controvertido escritor galo publicó Bagatelas para una masacre (1937), un repugnante panfleto antisemita a favor del Tercer Reich. Aquello le valió a Céline, al término de la Segunda Guerra Mundial, una condena por complicidad con el régimen de Vichy, consistente en un año de reclusión –que cumplió en su país de exilio, Dinamarca–, 50.000 francos de multa, la confiscación de la mitad de sus bienes, la anulación de sus derechos de ciudadano, la prohibición de opositar a cargo público y, en suma, la degradación nacional.
A pesar de ello, este estudioso de la literatura contemporánea francesa no había podido dejar de investigar y escribir sobre el infame autor, a quien consagró su tesis doctoral y otros cinco ensayos, de los cuales À travers Céline, la littérature (Gallimard, 2014) es el más completo y extenso. «Su obra me ha provocado siempre una mezcla de fascinación y desasosiego», me explicaba.
Apenas tres años antes, la República Francesa había estado en tris de conmemorar oficialmente el 50 aniversario de la muerte del creador de Viaje al fin de la noche (1932). Pero la Asociación de Hijos e Hijas de Deportados Judíos de Francia dirigió un escrito a Fréderic Mitterand solicitando que se anularan todos los fastos y el entonces Ministro de Cultura se echó atrás para no ofender la memoria de las víctimas de la Shoah. «Céline fue un excelente escritor y un perfecto cabrón», resumió la situación el entrañable alcalde de París, Bertrand Delanoë. Y Francia decidió que era mejor olvidar que recordar.
Decía Godard, parafraseando a los filósofos alemanes, que Céline había sido epochemachend, o sea, un icono fundamental de su tiempo. El problema es que la historia de la alta y baja cultura está plagada de inmensos creadores con una biografía tan turbia que sonrojaría a muchos intelectuales biempensantes. Y el dilema es siempre el mismo para quienes admiramos su talento. ¿Puede una creación grandiosa hacer perdonar una existencia repulsiva? ¿O acaso, como recomienda mi admirado Pedro Cuartango, tendríamos que intentar separar siempre al ser humano de su obra?
Por supuesto que el artista de primera fila, como tantos personajes públicos en esta era globalizada –véase los políticos o los deportistas–, debería ser ejemplar o, al menos, intentarlo. Y la discreción, ahí también, es un factor inestimable. Pero hay tantos iconos académicamente intocables que no resisten ni el menor escrutinio de su trayectoria vital que da que pensar.
Cuando la opinión pública buenista del Hexágono se indignó por los fastos previstos en memoria de Céline, el filósofo Bernard Henri-Lévy llegó a sugerir que se estaba desaprovechando la ocasión de ahondar en la oscura relación entre talento e infamia. Y no le faltaba razón porque, un mes después, esa misma progresía de la rive gauche no dudó en vitorear a Roman Polanski –sentenciado en 1977 por violación a una menor y fugitivo de la justicia estadounidense desde entonces– cuando recibió los premios César a la mejor dirección y el mejor guión adaptado por El escritor (2010).
Por cierto, Polanski ha obtenido, durante sus largos años de prófugo, nada menos que ocho estatuillas de la Academia de las Artes y Técnicas del Cine francés; las dos últimas, en pleno boom del movimiento #MeToo por el filme El oficial y el espía (2020). «Premiarle es escupir en la cara a todas las víctimas, es decir que violar a las mujeres no es tan malo», comentó entonces la joven actriz Adèle Haenel tras abandonar la sala Pleyel como protesta. Pero nos estamos despistando…
La lista de artistas destacados con perfil reprobable es extensa. Si todavía ofreciesen una obra mediocre, podríamos condenarles sin más al olvido. Pero, ¡ay!, personalmente no me puedo sustraer del hechizo de Caravaggio, aunque sé que fue un pedófilo y un asesino; ni creo que El Prado, la Galería Borghese o los Museos Vaticanos deban dejar de exhibir sus lienzos debido a su expediente delictivo. La humanidad se perdería algo grande.
Me sucede lo mismo con muchas otras figuras de currículo ignominioso, desde escritores antisemitas como George Simenon o Knut Hansum hasta un poeta tan sensible como Rimbaud, que terminó traficando con armas y esclavos, pasando por ídolos del pop y la gran pantalla defenestrados más recientemente, como Michael Jackson, Rick James, Bertrand Cantat, Gary Glitter, Woody Allen o Kevin Spacey. ¡Cómo no reivindicar sus logros, aunque eso provoque sarpullidos a los habituales ofendiditos!
Con Phil Spector (1939-2021), que se fue el pasado 16 de enero por culpa del covid-19, tengo los mismos sentimientos contrapuestos. Condenado a 19 años de cárcel por homicidio en segundo grado, la muerte le encontró solo en su celda del hospital penitenciario de Stockton (California), donde llevaba encerrado desde 2009, gravemente aquejado de Parkinson.
A los 81 años, muy pocos se acordaban de él, a pesar de haber sido considerado, cuatro décadas atrás, el rey midas del pop que convertía en oro todo lo que tocaba: compositor de medio centenar de clásicos inmortales; descubridor de The Righteous Brothers, The Crystals o The Ronettes; productor de discos inolvidables de Ike and Tine Turner (River Deep /Mountain High, 1966), The Beatles (Let it Be, 1970), George Harrison (All Things Must Pass, 1970), John Lennon (Imagine, 1971), Leonard Cohen (Death of a Ladies’ Man, 1977) o Ramones (En of the Century, 1980)… El inventor del llamado Wall of sound era una maestro del estudio con un carácter tiránico, maniático y agresivo que muchas veces no llegaba a terminar los discos que comenzaba por enfrentamientos con el artista.
Harrison le recordaba incapaz de ponerse a trabajar sin haber ingerido antes no menos de 18 copas de aguardiente. Y Lennon y los Ramones contaron anécdotas de cómo le gustaba acudir al estudio de grabación con un revólver que llegó a disparar en alguna ocasión. Un infierno de tipo, vaya, que terminó casándose en segundas nupcias con su protegida Ronnie –a la sazón, voz principal de The Ronettes–, en un matrimonio que concluyó en 1974 con la señora pidiendo el divorcio por maltrato psicológico, como ella misma cuenta en su autobiografía Be My Baby, How I Survived Mascara, Miniskirts, and Madness (1990).
El 3 de febrero de 2003, ese desorden bipolar del que Phil llevaba tratándose un lustro, unido a su malévola fascinación por las armas de fuego y la presencia de una chica guapa en casa, acabó en la peor tragedia. Lana Jean Clarkson había sido modelo y actriz en películas de poca monta, pero estaba trabajando aquella noche como camarera en el House of Blues del Sunset Strip. Cuando terminó su turno, se fue con Spector en coche a su mansión Pyrenees Castle en Alhambra, a 25 kilómetros de allí, en la que encontraría la muerte.
Una hora después de que llegaran, el anfitrión salió del caserón para decirle a su chófer: «Creo que la he matado». Al entrar, este vio a Lana atada a un silla, con una pistola metida en la boca y sangre por todas partes. ¿Cómo se disparó el arma? ¿Fue el productor? Tras un largo y tortuoso proceso –llevado a la pantalla por David Mamett en 2013 para HBO, con Dustin Hoffmann y Helen Mirren de protagonistas–, el jurado californiano consideró culpable al chico judío del Bronx, hijo de emigrantes ucranianos, que Tom Wolfe había definido décadas atrás como «el primer magnate de la cultura de consumo adolescente».
En realidad, nuestro personaje nunca había sido trigo limpio, puesto que desde sus precoces inicios adoptó las peores prácticas del negocio musical, creando su propia compañía discográfica (Philles Records) para controlar la producción y los royalties, además de asegurarse una tajada de los derechos de autor al exigir firmar como co-autor –generalmente, al lado del talentoso matrimonio formado por Jeff Barry y Ellie Greenwich– muchas de las canciones que grababa.
¿Tuvo él realmente la inspiración de títulos sublimes de amor y desamor adolescente como To Know Him Is to Love Him (1958), Spanish Harlem (1960), He Hit Me (1962), Be My Baby (1963), Da Doo Ron Ron (1963), Baby I Love You (1963), You’ve Lost That Lovin’ Feelin’ (1964), Walking in the Rain (1964) o Then He Kissed Me (1967)? Dudoso, aunque oficialmente figura en los créditos de composición, por lo que no dejó de cobrar derechos hasta su muerte.
Lo que es indiscutible es su talento y originalidad como productor y arreglista, bien respaldado por los extraordinarios músicos mercenarios angelinos que formaban el llamado Wrecking Crew –no se pierdan el documental sobre ellos dirigido por Denny Tedesco en 2008– y apoyándose en las cámaras de eco trapezoidiales del Gold Star Studio de Hollywood. En aquel legendario estudio de grabación de Santa Monica Boulevard se inventó el toque Spector, ese muro del sonido construido a base de superponer instrumentos en una misma pista y aprovechar la particular reverberación de las salas. O, como bien lo ha descrito Fernando Navarro en el Obituario de El País: “exuberancia orquestal combinada con dramatismo sentimental, producciones mayúsculas, eclosiones instrumentales abruptas y absorbentes, que engullen al oyente como en un sueño”. ¡Casi nada!
Quizá el villano Phil no lo hubiera logrado sin ser un auténtico déspota durante las sesiones, hasta el punto de amenazar a los subalternos o incluso pagar a Ike Turner para que no apareciese durante la grabación de River Deep, Mountain High, mientras él creaba una obra maestra a mayor gloria de la voz de una veinteañera Tina Turner. El resto es una sucesión de éxitos, que incluye incluso una aclamada colección de villancicos (A Christmas Gift for You, 1963), pero también de peleas y desencuentros que terminarían convirtiendo al rey Midas en un apestado con el que nadie quiso trabajar a partir de los 80.
Mejor así. Un ser tan ignominioso como él no merecía ese final feliz de redención y segunda época dorada que el show business estadounidense –tan pusilánime y manipulador– guarda celosamente para algunos de sus hijos pródigos: aquellos que más llegan a inmolarse y más devotamente piden perdón.
Aunque la influencia de Spector se perciba en discos icónicos de la Historia del Pop como el Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band (1967) de The Beatles, Pet Sounds (1966) de The Beach Boys –¡grabado en el estudio Gold Star!–, Born to run (1975) de Bruce Springsteen, Psychocandy (1985) de Jesus and Mary Chain o Loveless (1991) de My Bloody Valentine, yo me quedo sólo con su música vital y esplendorosa, que les animo a descubrir en esta playlist. En cuanto al inmundo Phil, ¡ojalá se pudra en el infierno!