Las virtudes del adversario
«En vano nos afanamos quienes confiamos en la vertebración institucional de la democracia si creemos que basta con agitar una verdad formal para que ésta se imponga de manera unánime»
Hay gente a la que le preocupan las falsedades del nacionalismo cuando lo terrible de toda tentación política, de ahí su éxito, no son sus mentiras sino sus verdades. Por más que no pocos males recientes de la humanidad hayan venido procurados por el amor a una patria o a un paisaje, haríamos mal en desacreditar los incontables atractivos de esta última expresión romántica. Acertaba Vito Corleone cuando le advertía a su hijo Sonny —el hermano descarriado de Michael— que si odias a tus enemigos nunca serás capaz de comprenderlos. Quien quiera hacer frente a cualquier nacionalismo debería, en primer lugar, reconocer sus virtudes.
No existe ninguna comunidad política que no haya descansado sobre el poder simbólico y gregario de algunos fuegos sagrados. Por eso determinadas comprensiones tecnocráticas o asépticamente liberales de la política nunca serán suficientes para desactivar algunos de nuestros peores riesgos.
Seamos francos: ninguna página del BOE podrá competir como dispositivo emocional con una canción de cuna en euskera ni ninguna Carta Magna hará vibrar los corazones en las plazas. En vano nos afanamos, pues, quienes confiamos en la vertebración institucional de la democracia si creemos que basta con agitar una verdad formal para que ésta se imponga de manera unánime.
Algunos hitos fundacionales de la tradición liberal, como la Independencia americana, nos demostraron que incluso la promoción de las libertades y los derechos civiles sólo movilizan desde una instrucción emocional que acabó por convertirse en una religión civil. Por idéntico motivo los revolucionarios franceses fueron prudentes cuando secularizaron el conjunto de ritos, símbolos y esperanzas que antes orbitaron sobre la tradición cristiana.
El diagnóstico parece obvio: sin un relato y sin un mínimo de trascendencia difícilmente podremos sentir que pertenecemos a algo más grande que nosotros mismos y, precisamente, eso es la política. Tal vez por este motivo la UE palidece bajo la amenaza de convertirse en una burocracia nihilista y sin rumbo.
La verdad nunca es suficiente en política, que se lo digan a Hobbes, y a la fuerza de los conceptos habríamos de sumarle siempre la astucia movilizadora de los afectos. Es ahí donde, viejo zorro, Pujol acertaba al asumir la identidad de una nación como un dispositivo fictivo. El fem país es una expresión inequívocamente atinada por su realismo pragmático: los países, las naciones y las comunidades son siempre construcciones fingidas, aunque, como dijera Aristóteles, y esto es lo que siempre se olvida, también a la hora de mentir hay que hacerlo como es debido. Y a ser posible, al servicio de una causa noble.