La pastelería del consenso
«El consensualismo solo puede ser dos cosas: o bien es la filosofía de quien no cree en la autoridad, o bien es la coartada de quien quiere colar de matute su propia ‘potestas’ como acuerdo universal»
Las apologías del consenso huelen a chamusquina. Como dejó dicho el más oscuro de los filósofos presocráticos, la vida es brega. Quienes lamentan que en política haya desunión, fragmentación o discordia olvidan que esa es, en puridad, su esencia. Un mundo sin conflicto es el mitologema de quienes sueñan con una sociedad a la india: ellos, como casta elegida, bailando en torno a la hoguera con guirnaldas de flores en la frente, y una gran masa de atorrantes conformándose con un chusco de pan y agua de río. En la práctica, la eliminación del conflicto no es sino la pacificación del territorio; o, por decirlo con Bueno, el orden que impone el vencedor. Por eso la utopía sin conflicto no lleva a Oslo o Camp David, sino a los «cuarenta años de paz» que con gran boato celebrase el franquismo. Para cultura de consenso, la paz del cementerio.
¿Qué tendrá el consenso cuando todos lo bendicen? Hasta quienes lo denuestan en público lo exigen en privado. Lo hacen aquellos que trataron de abrir fisuras en el «régimen del 78» y solo consiguieron que la sutura rompiese por el otro lado; y también los que, afianzándose en una recuperada épica, plantan cara al «establishment progre» predicando a los conversos. Una cálida y húmeda lengua protráctil los une en un proceso entogloso: ora se despliega para ofrecer lametones de adulación, ora se repliega para correr hablillas contra los disidentes. Como ha escrito Daniel Gascón, los españoles erramos al creer que nuestra historia la rige el conflicto. La realidad no es épica, precisamente, sino tan prosaica como un aprisco de borregos. ¡El que se mueve no sale en la foto!
Del latino sensus derivan sensatez y sentido. Ni la unidad de la tropa ni la hoja de ruta derivan de con-senso alguno, sino de la confianza depositada en el juicio del capitán. No hace falta un plebiscito diario para navegar todos juntos en un velero llamado libertad, como dice la canción, aunque en el barco haya que cohabitar con filibusteros, contrabandistas y saqueadores. Puede que la tripulación de a bordo presuma de una intachable hoja de servicios, pero no es lo mismo ser grumete que timonel. Donde hay patrón, no manda marinero. Pero en un caos atomizante las cosas son distintas. La gente se aviene a pactos y se tolera entre sí, como tolera la existencia de plagas y piojos. Como afirmaba Alexander Kojève en La noción de autoridad, importantísimo libro de 1942 que ahora publica Página Indómita, la autoridad excluye la negociación y la coacción. Quien posee auctoritas, actúa sobre los demás sin que estos reaccionen contra él, pudiendo hacerlo. De lo contrario, solo hay hacinamiento de voluntades en torno al chantaje. Pacta sunt servanda: una vez renuncias a la concordia, solo quedan el pactismo y sus servidumbres.
Conque el consensualismo solo puede ser dos cosas: o bien es la filosofía de quien no cree en la autoridad, o bien es la coartada de quien quiere colar de matute su propia potestas como acuerdo universal. En el prólogo a la Autobiografía de Angela Davis, Arnaldo Otegi hablaba de la visita que la activista norteamericana hizo a la prisión de Logroño en que él cumplía pena «por intentar traer un escenario de paz y democracia a mi país»; la misma paz que, suponemos, reserva el zorro al gallinero. Allí decía que Davis pugnaba por «un futuro en que las cárceles no tengan cabida», lo que a su juicio constituía «un rechazo al Leviatán». Ni en su momento de mayor flaqueza en el revellín siberiano habría escrito Bakunin una bobada comparable. En lo tocante al contenido, nada nuevo bajo el sol: lo que pasa por impugnación del Estado no es sino sustitución de élites; en cuanto a la forma, bueno es recordar que lo estético va indisolublemente unido a lo ético. Tras esa retórica meliflua y camastrona solo podía esconderse un individuo artero y malicioso. Al fin y al cabo, quien condena «todas las violencias» suele justificar una en concreto.
Dice Juancla de Ramón que hemos pasado del ideal de civilización como café, donde la gente discutía y se gritaba, al ideal de civilización como confitería. Quien se asome al espacio público verá, antes que nada, una confabulación de pasteleos. Las élites y sus correveidiles se solazan en la repostería del consenso como niños adictos a la sacarosa y los colores flúor. Quien paga la cuenta es el machaca, el camarero y el transportista; o sea, el contribuyente. Habrá quien se sorprenda al ver que un día Torra llama presos políticos a los etarras encarcelados y, al siguiente, Torrent graba un vídeo sensiblero e infantiloide. La respuesta es sencilla: sin unas cuantas cucharadas de azúcar, algunos tragos se harían muy amargos.