La patria es, la patria es, la patria es
«Reducir la patria o la nación al pago de tributos es una operación risible en lo intelectual y ruinosa en lo político»
«La patria es un hospital» fue un eslogan de la factoría errejonista que hizo fortuna la temporada pasada, al calorcito de la pandemia. Subrayaba el carácter, ya no electivo, sino directamente asistencial de la nación, que no sería sino el conjunto de servicios que recibe el ciudadano -junto con, por supuesto, los impuestos que los sufragan. Una idea tan beocia que solo podía salir de ciertos departamentos universitarios. Y la enésima demostración de hasta qué punto las nuevas izquierdas son simbióticas de las derivas más chatarreras del pensamiento neoliberal: despojada la comunidad de otro sustrato que el asistencial, los vínculos entre sus miembros se reducen a los que unen a dos compañeros causales de habitación en el policlínico. El mundo feliz de Huxley interpretado por los Teletubbies.
El vaciamiento errejoniano de la nación parecía culminar un proceso quizás lógico desde la nación étnica a la cívica, al ominoso «plebiscito cotidiano», a la «decisionista» del Procés y, finalmente, a la hospitalaria, donde ya da un poco igual todo mientras te cambien la cuña cada mañana. De la sangre al compromiso cívico, y de ahí a la mera voluntad para acabar en la camilla del anestesiólogo. El cambiazo no era inocente, con todo, pues si lo dado y previo no es la comunidad sino el servicio recibido, no cabe deliberación al fin sobre los servicios, cuánto cuestan, quién los paga y cómo se prestan. Y así acabamos en un paradójico mundo en el que la comunidad política se puede elegir en referéndum pero el gasto público como % del PIB no admite discusión.
En estas andábamos cuando a unos youtubers les dio por largarse del país para pagar menos impuestos. El caso ha merecido la atención de algunos miembros del gobierno, en particular del socio junior de la coalición gobernante, que en un alarde de laboriosidad se ha currado un vídeo. El debate ha sido todo lo chocarrero que cabría esperar, con el esperpento añadido de que algunas gentes de buena voluntad hayan aceptado el espantajo errejoniano de la patria-hospicio como marco de discusión. La patria-hospital no sólo sustrae al debate las decisiones redistributivas sino que, como me señalaba Juan Sánchez Torrón, hace sospechoso al ciudadano contribuyente frente al benéfico estado terapéutico, incapaz de error o malversación. Una ingenuidad que no sé si nos podemos permitir a la vuelta de un año con 80.000 muertes adicionales.
No creo, por si hace falta aclararlo a estas alturas, que los impuestos sean un robo en términos generales, o que en España tengamos una fiscalidad “confiscatoria”, pero sí que reducir la patria o la nación al pago de tributos es una operación risible en lo intelectual y ruinosa en lo político. Estas proclamas de patriotismo fiscal coinciden con un momento de disolución de la comunidad política y sus estructuras que da un fondo melancólico al griterío; y con un vaciamiento de la labor del legislativo -la “legislación motorizada” de la que ha escrito Josu de Miguel– que acabaremos lamentando. No es casualidad que el origen de los órganos representativos esté directamente vinculado al consentimiento sobre los tributos, pero en la patria-hospital ya todo esto parecen cosas viejas y estorbos, como estorbos son las preguntas sobre el fundamento de las limitaciones de derechos que unas u otras administraciones nos recetan desde hace un año con justificaciones factuales cada vez más tenues.
Es banal señalar que en una sociedad plural habrá distintas preferencias fiscales, es decir, redistributivas. Es pueril pretender que sean idénticas para los autónomos, los funcionarios, los jubilados, los banqueros o las varias clerecías que pululan por nuestros medios de comunicación. En esto, como en tantos otros ámbitos, ser marxista quizás no sea imprescindible, pero probablemente ayude a evitar homilías voluntaristas. El ser social determina la conciencia. También conviene recordar que (¡hay papers!) la conciencia fiscal de un país no es ajena a la ejemplaridad de sus instituciones y a la eficiencia del gasto público. Para conciliar todos estos factores hay un estado y un proceso político plural del que deben emanar las decisiones de redistribución. Hagamos política y ahorrémonos, por favor, la cursilería.