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Un banquete erótico por San Valentín

«A mí también me gustaría creer que el chocolate, las ostras, el jengibre o los higos tienen ese poder euforizante que les atribuye la creencia popular. Pero no hay evidencia científica de ello y pienso sinceramente que son sólo una parte más de la exquisita puesta en escena»

Opinión

Jonathan Borba | Unsplash

  • Nací en 1965, un año extraordinario para el pop anglosajón. De ahí quizá esa vocación musical que me llevó a tocar en grupos y colaborar en fanzines durante la movida madrileña. Pronto quedó claro que lo que mejor hacía era contar historias: La Luna de Madrid, Ruta 66, Primera Línea, Cambio 16, El Independiente… hasta llegar a El Mundo, donde pasé 18 años dirigiendo varios suplementos de fin de semana y, en la última etapa, destinado como corresponsal político en París. Además de la música y el periodismo, mi otra gran pasión es la gastronomía. Empecé a escribir sobre ello en 1991, cuando no estaba de moda, y esa actividad secundaria terminó proporcionándome premios y distinciones, además de una nueva carrera profesional. Desde 2014, dirijo Lavinia España, empresa que promueve una visión cultural del comercio del vino. Ahora escribo por diversión.

¡Feliz San Valentín! Cada 14 de febrero, me siento como un personaje del Día de la marmota. Los ramos de rosas rojas, las cajas de bombones con forma de corazón, las tarjetas de felicitación con dibujos de Cupido, la cena con velas en un restaurante íntimo, las recetas pretendidamente afrodisiacas para avivar el deseo de las parejas de enamorados… ¿Quién carajo inventó este infierno?

Para quienes tenemos una idea del romanticismo más cercana a aquel movimiento artístico originado en Alemania y en Reino Unido a finales del siglo XVIII, que reaccionó contra la Ilustración reivindicando la prevalencia del individuo y el poder de los sentimientos, esta festividad cristiana en memoria de un mártir romano ejecutado en tiempos del emperador Claudio II es casi una afrenta a nuestra inteligencia, cargada de almíbar y papel de regalo rosa. ¡Donde esté un poema de Shelley o Keats, una sonata de Beethoven o un lienzo de Friedrich, que se quiten los osos de peluche fucsias y las baladas melifluas de solistas engominados con orquesta!

Me gustaría echar la culpa de esta sobredosis de cursilería social y mediática a la mercadotecnia anglosajona –que siempre ha sabido rentabilizar el lado emotivo del consumidor–, pero parece que fue el Papa Gelasio I quien, alrededor del año 497, ya decidió hacer santo a aquel médico romano convertido a la fe que se dedicaba a casar legionarios en secreto, contraviniendo las órdenes del emperador, quien por cierto les obligaba a permanecer solteros para concentrase debidamente en la defensa del imperio. Y de aquellas fervorosas aguas vienen estos empachosos lodos.

En cuanto a la cocina de tintes eróticos que tratan de vendernos cada año por estas fechas, para que la velada con la persona amada resulte perfecta –o sea, que acabe en fornicio–, permítanme albergar dudas sobre la capacidad de ingredientes y condimentos para estimular el apetito sexual de los amantes. A mí también me gustaría creer que el chocolate, las ostras, el jengibre o los higos tienen ese poder euforizante que les atribuye la creencia popular. Pero no hay evidencia científica de ello y pienso sinceramente que son sólo una parte más de la exquisita puesta en escena.

Así que no existen verdaderos atajos culinarios para agilizar el rito de la seducción cual su fuéramos protagonistas de aquella desternillante novela de Roald Dahl titulada Mi tío Oswald. ¡Ya nos gustaría! Pero siempre se puede confiar en el efecto placebo de los alimentos más sofisticados, puesto que ningún hedonista que se precie dudaría jamás de la vinculación entre los refinamientos gastronómicos y los placeres del sexo. Y hay mucha literatura al respecto.

«En cocina, como en amor, una ayudita no hace daño. Si el hombre sólo contara con sus recursos personales, no podría gozar de todo lo que se ofrece a sus sentidos. Los estimulantes son, pues, no sólo útiles, sino necesarios», escribió en el siglo XVIII el gran Grimod de la Reynière en su libro Manual de anfitriones y guía de golosos. Y prosigue el maestro: «Hay muchas circunstancias en las que el amante y el gourmet quedarían por debajo de sus posibilidades si el arte no viniera en ayuda de la naturaleza. Pero el gourmet no acude a las farmacias a buscar afrodisíacos. Si las circunstancias le obligan, los encontrará más fácilmente en la cocina».

Efectivamente, una de las más recónditas aspiraciones del hombre que comprueba con angustia cómo se amortigua su apetito venéreo es hallar algún elemento prodigioso que posea la virtud de reavivar ese fuego que comienza a decrecer. «Empujado por esa esperanza –apunta el gastrónomo historiador Martínez Llopis–, desde tiempos muy remotos ha multiplicado sus investigaciones para encontrar la relación que pudiera existir entre los alimentos que ingiere y la potencia de su libido».

Dando vueltas al tema, repaso mi biblioteca a la caza de títulos consagrados al erotismo en la gastronomía y me topo con un ejemplar de Abre la boca: las mejores recetas sexuales para gourmets, de la psicóloga y periodista catalana Carmen Freixa, prologado por Ferrán Adrià. «Comer y hacer el amor son actividades tan intensamente relacionadas que, a veces, se confunden –comenta Ferrán–. Carmen ha tenido la valentía de adentrarse en nuestro subconsciente sexual, incitándonos a liberar nuestras fantasías más sibaritas».

Pero, más que un tratado sobre platos estimulantes, lo que la autora propone es un recetario de numeritos eróticos con la comida en primer plano, desde los untos dulzones para amenizar el sexo oral hasta los besos con fresa, pasando por una ensalada servida sobre el cuerpo desnudo del amante. Y a fuer de ser sinceros, lo más atractivo de esta loa surrealista al sexo en la cocina es un guiño más bien poco culinario, que alude al programa de centrifugado largo de la lavadora.

En busca de algo más sustancioso, recurro a otra autoridad incuestionable en asuntos del paladar, Brillat-Savarin y su Fisiología del gusto, donde aparece aquella cita magistral que decía: «Comer es el único placer que puede mezclarse con todos los demás e incluso consolarnos de su ausencia». O esta otra: «Después de una comida, el cuerpo y el alma gozan de un bienestar especialísimo. En lo físico, al mismo tiempo que el cerebro se refresca, la fisionomía se ensancha, el color sube, los ojos brillan y por todo los miembros se extiende un suave calor. En lo moral, el ingenio se aguza, la imaginación se caldea y las palabras  agradables surgen y circulan».

Sigo revisando mis estanterías y descubro que albergan no pocos títulos donde se relaciona el hecho culinario y el acto carnal, ya sea en clave de manual de alimentos, índice de recetas o ensayo literario. Estos últimos, por cierto, suelen tener un tono edulcorado deudor del realismo mágico, destacando Las recetas del amor, de Max de Roche, por su sublimación de los productos raros o exóticos. Y tampoco hay que olvidar, con un mayor nivel literario, las Íntimas suculencias de Laura Esquivel o el Afrodita de Isabel Allende.

«En la cocina se concilian los cuatro elementos de la naturaleza en un platillo, más un quinto que es la carga sensual –escribe la primera–. Esta energía es la que convierte el acto de comer en un acto de amor. La energía de la mujer, mezclada con los olores, los sabores, las texturas, penetra en el cuerpo del hombre, calurosa, voluptuosa, haciendo uno el placer gastronómico y sexual». Y apunta la segunda: «No puedo separar el erotismo de la comida. El placer carnal más intenso, gozado sin apuro en una cama desordenada y clandestina, combinación perfecta de caricias, risas y juegos de la mente, tiene gusto a baguette, prosciutto, queso francés y vino del Rin».

Sin ánimo de seguir explorando esa poética desbocada, acudo al que es quizá el más serio tratado sobre el asunto escrito en castellano, La cocina erótica, de Martínez Llopis, plagado de lúcidas reflexiones, leyendas de otros tiempos o recetas amatorias originarias de la antigua Grecia, China, la India, el Islam… El autor nos habla de oscuras y peligrosas sustancias como la cantárida, el yohimbé o la corinantina, de la dieta que seguía Casanova o de aquella entusiasta afirmación de Curnonsky, otrora autoproclamado príncipe de los gastrónomos, que decía en La table et l’amour: «La boca nos ha sido dada para comer, pero también para acariciar. Todos los grandes enamorados que he conocido eran auténticos gourmets. El amor es como una golosina».

Si aún quedan lectores prejuiciosos o descreídos –como yo mismo–, nada mejor que un repaso del sorprendente Dictionary of aphrodisiacs, publicado por H. E. Wedeck en 1962 y jamás traducido a nuestra lengua, fuente de toda sabiduría en lo concerniente a comidas, bebidas, plantas y sustancias químicas alguna vez tenidas por erotizantes.

Claro que para no perder demasiado el norte, mejor quedarse con el hedonismo escéptico y socarrón del añorado Vázquez Montalbán y sus Recetas inmorales: «No se trata de buscarle los tres pies al gato de una supuesta cocina afrodisíaca inexistente –apuntaba–, sino de concebir la operación de comer en compañía como una situación afrodisíaca en sí misma, sobre todo si la buena química de los alimentos se corresponde con la de los comensales. Comer bien y beber bien afloja los esfínteres del alma, desorienta los puntos cardinales de la cultura represiva y condiciona la aparición de una comunicabilidad que no debe desperdiciarse». Y ahí lo dejo…