Ciegos
«Durante un tiempo parecía que todos nos querían tener entretenidos, ahora simplemente nos quieren ciegos. Y nosotros obedecemos. Este país fue siempre de obedecer mucho»
En las conversaciones que últimamente mantengo observo como si una suerte de profunda oscuridad se hubiera instalado sobre nuestra capacidad de discernir. Como si la pandemia nos hubiera nublado el buen juicio, incluso a aquellos que siempre han destacado por su lucidez. Parece como si todos nos hubiésemos vuelto invidentes en medio de esta crisis social.
Asistimos a una pesadilla similar a la distopía desquiciante de aquella novela de Saramago en la que una epidemia de ceguera se extendía como una mancha de aceite por la sociedad. Una metáfora que se ha encarnado en el cuerpo social de nuestros días. Sólo así pueden llegar a entenderse las cosas que leemos y escuchamos, o explicar, que no excusar, muchas de nuestras acciones. Padecemos de ceguera moral, una ceguera blanca que diría el escritor portugués, es decir, que viendo no vemos. Pasamos los días guiándonos a tientas y a ciegas, centrados en nuestro pequeño mundo cotidiano, esperando no sabemos bien qué.
Atrás quedan los aplausos a nuestros sanitarios y el goteo diario de personas fallecidas lo hemos convertido en paisaje, en un dato estadístico que engalana infografías y que apenas nos interpela como sociedad. Ni nuestros gobernantes quieren hablar de ello, ni nosotros queremos que nos lo recuerden a cada rato. Con ello es como si hubiésemos decidido no volver a mirarnos a los ojos. Ojos que no ven, corazón que no siente. Más ceguera moral.
Creemos ver mejor asomándonos a múltiples pantallas. Convertidas en nuestros demiurgos particulares, no nos despegamos de ellas ni para dormir. Los oftalmólogos prevén una epidemia futura de enfermedades oculares. ¡Otra epidemia más! El futuro ya aparece en el horizonte repleto de más ceguera. El algoritmo nos conduce como si fuese un perro guía, pero a diferencia de éste no evita que nos caigamos en el primer desnivel del camino. A pesar de ello confiamos ciegamente en su consejo, y le excusamos si se equivoca, pues en realidad es culpa nuestra porque no le estamos entrenando bien. Menos mal que el algoritmo no tiene en cuenta que la vida de verdad sigue siendo imprevisible, eso es, a estas alturas, nuestra mayor esperanza.
La pregunta esencial de esta era que comenzó hace un año es si queremos volver a saber y entender. Pero hay que querer y atreverse, pues no hay más ciego que el que no quiere ver. Los habitantes de la caverna de Platón eran seres muy parecidos a nosotros, los ciudadanos pandémicos del ventiuno. Veían unas sombras proyectadas por la luz de una hoguera que constituían para ellos la realidad tangible, ahora algunos la llaman nueva normalidad, una suerte de película muda que proyectaban quienes controlaban el fuego que daba vida a aquellas sombras. Sólo quien se atreva a romper los grilletes, levantarse del suelo y salir al exterior podrá acabar con su ceguera y volver a contemplar la vida en toda su extensión y riqueza. Pocos se atreven a dar el paso, resulta duro y corres el riesgo de sucumbir en el camino atropellado por zelotes y vigilantes varios.
También podría darse el caso de que emergiera algún tipo de héroe o caudillo que nos iluminara con su palabra o su ejemplo, y nos ayudara a dejar atrás las tinieblas, pero no es recomendable, en el país de los ciegos el tuerto es el rey, y acaso acabarían siendo lazarillos contemporáneos que nos sisan a escondidas para sus negocios o canongías futuras. Más bien lo que precisamos y con cierta urgencia son maestros de la mayéutica que nos ayuden a dar a luz a nuestras mentes. Ahí está todo.
Durante un tiempo parecía que todos nos querían tener entretenidos, ahora simplemente nos quieren ciegos. Y nosotros obedecemos. Este país fue siempre de obedecer mucho. Sobre todo a los nuestros. Dice Saramago en su novela que «algunos llegarán a odiarte por ver, no creas que la ceguera nos ha hecho mejores». Pues eso.