Recuerda, cuerpo
«Igual que el cuerpo se alimenta de comidas olvidadas, la obra del escritor incorpora lo que ha aprendido en el pasado para utilizarlo en el presente, de forma que para ser eficaz, la literatura tendría que ser lectura digerida»
Creo que muchos de ustedes conocen ya esas tres famosas leyes sobre la lectura que enumero a continuación, pero algunos tal vez no, o las han olvidado:
1) Nadie lee nada
2) Los pocos que leen no entienden nada.
3) Los pocos que entienden lo que leen lo olvidan enseguida.
Al parecer, esta Ley la formuló el reputado escritor polaco de Ciencia Ficción Stanislaw Lem en 1987 pero, en realidad, como todo en la vida, flotaba ya, por aquí y por allá en textos de otros.
Por ejemplo, Henri de Montherlant, contemporáneo de Lem, aunque no conozco ni veo concomitancias entre ellos, sostenía que la mayoría de la gente no lee y si lo hace no comprende lo que lee, y si lo comprende, lo olvida. Como verán, la misma «ley», formulada casi en los mismos términos.
Pero lo que más ha llamado mi atención es el precedente más antiguo, a quien seguramente Lem conocía en su calidad de científico. Me refiero a Georg Christoph Lichtenberg, profesor de la Universidad de Gotinga, lo que nos sitúa en pleno siglo XVIII. Pues bien éste decía: «Olvido casi todo lo que he leído y comido pero esas lecturas y esas comidas también han alimentado mi cuerpo y mi espíritu».
Y así es; al igual que el cuerpo se alimenta de comidas olvidadas, la obra del escritor incorpora lo que ha aprendido en el pasado para utilizarlo en el presente, de forma que para ser eficaz, la literatura tendría que ser lectura digerida. Si no, ¿para qué escribimos si ya está todo dicho?
Esto me lleva de lleno al tema que hoy quiero tratar: la lectura como apetito. Por ejemplo, hay ocasiones en la vida en que uno se ve irremisiblemente atrapado en alguna contingencia imprevista. Ese día, en contra de tu costumbre, no te has llevado ese libro que siempre te llevas «por si acaso», y vuelves a casa pensando en la lectura que te espera: un tomo gordo y orondo que, por su peso no te atrevías a llevar encima.
Pero por circunstancias que no vienen al caso, tu trayecto se ve desviado accidentalmente hacia un lugar en el que has de permanecer a la espera, durante muchas horas, sin un libro ni un papel que llevarte a la boca. Y al sentir ese apetito irrefrenable, que casi te hace sufrir, recuerdas que C. S. Lewis (el autor de las Crónicas de Narnia, Tierras de penumbra y otras muchas obras famosas) escribió un opúsculo en el que compara la lectura a la digestión y advierte del peligro de padecer «obesidad mental» a fuerza de tragar libros, sin ton ni son, folleto cuyo título, las también accidentadas circunstancias en las que ahora escribo este artículo me impiden citar fidedigmamente.
Y es verdad, la lectura tiene mucho que ver con el apetito y sus servidumbres, tanto para lo bueno como para lo malo. Un día necesitas ingerir fruta fresca (y fría) o algo muy salado o muy dulce. Te explican que se debe a ciertas carencias, de vitaminas o de minerales, que tu cuerpo reclama ¿Nota asimismo el alma que le falta sustancia y por eso tiene hambre de Biblia, sed de clásicos griegos y latinos, de ensayo, de filosofía? Otras veces lo que necesitas es poesía, sin importarte el poeta, como deseaba Juan Ramón Jiménez que ocurriera («ser uno poesía y no poeta»). Y eso explicaría el hecho de que muchas personas vuelvan siempre sobre los mismos versos como quien vuelve sobre la misma música que un día marcó algún episodio de su vida rememorado, así, a placer, a veces de una manera obsesiva.
En ocasiones desearías volver a perderte en Tolstoi, Galdós, Dostoïevski, o recuperar una de esas novelas entreveradas de acción y de emoción que poblaron tus veranos adolescentes. O bien te sobreviene un hambre de picar, ligero e intrascendente, una sed de cerveza fría y espumosa: novelas policíacas, aventuras insólitas, remotas y peligrosas, leídas en un interior seguro y confortable, mientras el mundo tiembla de frío. O si, como ocurre ahora, el mundo tiembla de frío, miedo y pandemias varias, te refugias en ciertos autores que dan la espalda a esos problemas para llevarte a un mundo de aparente frivolidad e inconsciencia, un mundo protector.
Cada una de estas hambres de leer, distintas e incluso opuestas, obedece a una carencia espiritual, también diferente, que encuentra satisfacción de manera diversa. Y también en el alma ocurre lo contrario del hambre y, como consecuencia de los atracones a los que se refiere C.S. Lewis, sobreviene el hartazgo. Esa repugnancia invencible hacia algún alimento, que hemos trasegado más de lo conveniente, la sentimos igual hacia determinados libros o géneros literarios. Nos hemos convertido en bulímicos.
Está claro que el alma está sujeta a humores y a cambios que nos parecen trivial y dolorosamente materiales. Por eso escribió Cavafis en un verso: «Recuerda, cuerpo».