Historia de dos procesos
«Cataluña, en definitiva, va mal. Sin embargo, las izquierdas españolas quieren repetir esa misma historia a escala nacional»
El historiador Niall Ferguson identificó en su libro La gran degeneración las claves explicativas del declive social y económico de Occidente. Las instituciones que fueron los pilares de la hegemonía de nuestra civilización, a saber, gobierno representativo, libre mercado, imperio de la ley y sociedad civil, se han deteriorado gravemente en los últimos tiempos. Pero hay países y países. Algunos se han resistido a los cantos de la demagogia y evitarán la colisión contra las rocas del populismo. Otros, sin embargo, se dejan engatusar por charlatanes de medio pelo que prometen el advenimiento de repúblicas paradisiacas. Son los casos de los procesos catalán y español, el del nacional-populismo independentista y el de la izquierda identitaria. Ambos procesos son aceleradores de la destrucción de las fuentes de la libertad y la prosperidad.
En Cataluña los partidos independentistas no se ponen de acuerdo para investir a Pere Aragonès. Lo más probable es que mañana este tampoco obtenga la mayoría necesaria en la segunda votación. Las discrepancias no son ideológicas, ya que todo el independentismo político se ha inclinado hacia una suerte de izquierdismo woke, más preocupados por el fascismo inexistente que por la crisis galopante, más ocupados en la cuarta ola del feminismo que en la cuarta ola de la pandemia. En el discurso del viernes, el candidato a la presidencia de la Generalitat se refirió en ocho ocasiones a la menstruación y solo seis al desempleo. Hizo doce menciones a la autodeterminación, por solo once a la economía. Son las prioridades de una clerecía política ajena a la clase trabajadora.
La guerra entre Esquerra y Junts per Catalunya es, en realidad, por lo de siempre, por el reparto del poder. Todo se subordina a esta lucha por el control de departamentos y medios públicos en un bloque independentista que cree que ni la mentira, ni la corrupción, ni la pésima gestión les penaliza. En su intervención el presidente del Partido Popular Catalán, Alejandro Fernández, definió el procés separatista como «un bucle infinito, autorreferencial, donde no se avanza hacia la independencia ni un solo paso, pero se destruye todo lo demás en nombre de ella». Cataluña no alcanzará la independencia, pero la decadencia parece imparable con una política centrada en socavar todas aquellas instituciones que Ferguson considera fundamentales para la vida civilizada.
Cataluña, en definitiva, va mal. Sin embargo, las izquierdas españolas quieren repetir esa misma historia a escala nacional. Los paralelismos son alarmantes. Pedro Sánchez se abrazó a Pablo Iglesias, como Artur Mas al separatismo. Y las consecuencias pueden ser idénticas: tampoco alcanzarán su particular república, pero dejarán el gobierno representativo, el libre mercado, el imperio de la ley y la sociedad civil hechos unos zorros. El proceso español copia del procés catalán sus ataques, desde el poder ejecutivo, a la separación de poderes, a los parlamentos y a la Justicia, el mangoneo de los organismos públicos, la obsesión por la propaganda, el desprecio por la verdad, el endeudamiento insolidario, el socavamiento de la ley, la burocracia, el clientelismo, el dirigismo y el antipluralismo.
Deberíamos preguntarnos qué incentivos están generando los cambios institucionales introducidos por esta manera de hacer política. ¿Qué valores fomentan en la sociedad? ¿Premian al virtuoso o al tramposo? ¿Recompensan el esfuerzo o el amiguismo? ¿Estimulan el ahorro y la inversión? ¿O la okupación y la picaresca? Ante la peor crisis de nuestras vidas, ¿las promesas imposibles y las pasiones desatadas ayudarán a la cooperación o al conflicto? La degeneración institucional y la inseguridad jurídica no contribuirán a ninguna recuperación, sino al agravamiento de la pobreza y, por lo tanto, del odio.
La historia del procés catalán debería ser una lección para el resto de los españoles. Un aviso a navegantes: el voto tiene consecuencias. No caigan en la misma trampa. Protéjanse. Y protejan los contrapoderes, las fortalezas de libertad, como lo está siendo la Comunidad de Madrid. Ahora Pablo Iglesias quiere catalanizar a los madrileños, pero él no admira aquella Cataluña vanguardista, plural y abierta que muchos desearíamos recuperar, sino la del conflicto, la de la sociedad cerrada, enfrentada y mal gobernada. El virus del proceso ya se inoculó en la política nacional, con un sanchismo más centrado en la comunicación y el poder que en la vacunación y la economía. Ahora Madrid debe resistir.