Cinefilias noventeras
«La cinefilia era, como todo en la juventud, devoradora, muy seria y muy ridícula a la vez, y la vida ya va siendo incompatible con esas pasiones tan abismadas, tan cerriles, tan ensayadas»
El otro día me encontré un tuit de Alberto Olmos sobre las cosas ridículas que hacíamos cuando éramos jóvenes cinéfilos -en este caso, quedarse sentado en la sala a esperar que pasaran unos títulos de crédito en persa. Tuvimos un breve intercambio que me trajo de vuelta aquel mundo de poses, de adolescencias mal digeridas, de chavalitos y chavalitas petulantes dándose pisto; pero a la vez ingenuo, tierno, aún no destruido del todo por la ironía.
Por ejemplo, quedarse a los títulos hasta la última letra, así fueran en persa o japonés, era obligatorio para mostrar respeto por la obra en conjunto. No se podía salir en estampida apenas terminase la peli como si uno fuese un dominguero. La comida y las palomitas estaban por supuesto proscritas; aunque, por otro lado, quién iba a querer comerse un perrito caliente viendo, pongamos por caso, Saló o los 120 días de Sodoma. Sí era de rigor tomarse un vino o un copazo después, e incluso algunos afortunados tenían un huequito en alguna mesa de la cafetería de la Filmo antes de la proyección para compartir un café o algún licor fino con verdaderos enterados de la cosa. Durante la proyección menudeaban los caramelitos de eucalipto o menta, con su antipático frufrú al desenvolverlos; afloraban por oleadas tras las infaltables pandemias de toses.
La Filmoteca era el epicentro de aquel mundo pequeño, simpático a primera vista, a veces asfixiante. El cine era una religión civil con sus ritos, su calendario -las sábanas con la programación mensual, que más de uno se colgaba en su cuarto-, sus categorías angélicas, sus pecados. Por encima de todo, el creyente se justificaba por su fe en el cine como expresión artística. El cine era trascendente por sí, la imagen estaba en el principio y precedía al logos, y había que renunciar a falsos ídolos como la historia, los diálogos y hasta el raccord. Sobre el cine americano había sectas y escuelas: en general se aceptaba, pero no todos seguían la palabra autorizada de Cahiers du Cinéma. Había aún rigoristas a los que Howard Hawks les parecía una mierda.
En el Doré convivían los cinéfilos mayores y asentados, los jóvenes turcos y varias categorías de pajilleros y menesterosos, que acudían a la sala a pasar una tarde invierno por unas pocas pesetas o a meneársela con alguna peli de Pasolini o Fassbinder. Unos años después se me ocurrió llevar a una novieta de entonces a ver El pisito; llegamos tarde y nos tuvimos que sentar en la primera fila, pegados a la pantalla. Detrás de nosotros, un tipo torvo enfundado en un chándal del Atleti empezó a balancearse ominosamente y a respirar como un cuadrúpedo apenas se apagaron las luces. Si lo de ir con un ligue a ver El pisito parece radical, piénsese que mi amigo David llegó a invitar a alguna prospectiva a melodramas de Douglas Sirk.
Pero el mundo no se acababa en la Filmo. Estaban el Bellas Artes, donde vi El manuscrito encontrado en Zaragoza, el Pequeño Cine Estudio, La Enana Marrón. En La Enana contemplé una escena dramática que le referí a Olmos el otro día: durante un proyección, creo recordar que de alguna de Herzog, una muchacha se levantó, supongo que harta de la peli, e intentó salir de la sala sin hacer ruido. Pero la sala tenía una especie de compuerta de submarino que se cerraba herméticamente al empezar la proyección, como si nos sumergiéramos en las profundidades del séptimo arte. Así que la pobre chica estuvo un buen rato dando vueltas a la manivela hacia un lado, hacia el otro, resoplando y haciendo ruidos mecánicos de todo tipo, hasta que puedo abrir la puerta o alguien la ayudó a salir, no recuerdo.
En tiempos recientes he sido más asiduo al Bellas Artes, que es más civil, más relajado que la Filmoteca, y me pillaba más cerca del trabajo. Mi última vez en el Doré, en el entresuelo, un chaval granujiento me afeó con una mirada asesina que comprobase la pantalla del móvil durante un milisegundo -me había escapado en horario laboral. En el vestíbulo del Bellas Artes todavía he corregido algún papel urgente. La cinefilia era, como todo en la juventud, devoradora, muy seria y muy ridícula a la vez, y la vida ya va siendo incompatible con esas pasiones tan abismadas, tan cerriles, tan ensayadas. Ahora he descubierto los cines luxury, donde hay sillones reclinables y te puedes tomar un refrigerio o un whisky mientras ves Tiburón. Lo fundamental a medida que uno se hace mayor es no quedarse atrapado dándole vueltas a la manivela.