La amenaza de una nueva ley seca
««Prohibido prohibir», proponían los jóvenes libertarios parisinos que se echaron a la calle en mayo del 1968, poniendo en duda el concepto de autoridad. De aquel eslogan algo naif, la mejor enseñanza que se puede extraer es la de sospechar siempre de cualquier restricción de las libertades individuales aplicada en beneficio de todos»
¿Es la ley seca un remedio para combatir la pandemia? Permítanme dudarlo. Entre todas la medidas que los gobiernos han ido tomando, desde febrero de 2020, para proteger del Covid-19 a la población mundial, la de prohibir la venta y consumo de bebidas alcohólicas me parece una de las más extravagantes. Y, sin embargo, ha sucedido.
Pregunten a los sufridos habitantes de Sudáfrica, que llevan ya cuatro periodos de prohibición anti-alcohólica –con distintos niveles de rigor– desde que el coronavirus entró en sus vidas. Vale que las normas dictadas por el presidente Cyril Ramaphosa con motivo de la reciente Semana Santa eran pelín más tolerantes: permitían el consumo en bares y restaurantes hasta las 23.00 horas, pero el comercio minorista se veía restringido al periodo de lunes a jueves y hasta las 18.00 h. de la tarde. Como afirmábamos aquí en un artículo pasado, denunciando el paternalismo manipulador de algunos dirigentes, nos quieren hacer creer que la noche nos confunde.
Para paternalista, el citado Ramaphosa, quien justifica tales medidas se escudándose en la creciente saturación del sistema de salud nacional surafricano. «Sin alcohol, se reducirán los accidentes de tráfico y los delitos violentos, permitiendo que el personal hospitalario se concentre en la población afectada por el virus», sería su enrevesado razonamiento, que mete las bebidas fermentadas de baja graduación (cerveza, sidra, vino) en el mismo saco que los destilados más duros. Y no es lo mismo, ya que el consumo –responsable– de los primeros está relacionado con la gastronomía y los ágapes familiares mientras que el de los segundos se halla más ligado al alterne social y los desfases nocturnos.
Dejando al margen este importante matiz, Suráfrica es el octavo productor de vino del mundo y el sector vitivinícola emplea allí a cerca de 269.000 personas, aportando no menos del 1,1% del PIB nacional, según datos de la asociación Vin Pro. Como el consumo local es más bien bajo (11,2 litros de media per cápita en 2019), huelga señalar que esa industria floreciente, fuente de empleo y de cohesión social en el entorno rural, se nutre fundamentalmente de la restauración, la exportación y el enoturismo.
Así que todos estos meses en que el ejecutivo de Pretoria ha tenido en barbecho la actividad vinícola han supuesto unas pérdidas de 8.000 millones de rands (unos 440 millones de euros) en ventas directas y ahora amenazan la subsistencia de 27.000 personas. Pero eso no es lo peor. Lo realmente chungo es que el cierre del comercio exterior y la caída forzosa de la demanda interna han causado hasta la fecha 300 millones de litros de excedente de vino. Y, con semejantes sobre-stocks y la vendimia recién iniciada –recuerden que estamos en el hemisferio sur–, muchos productores no saben qué hacer con tantísimo vino almacenado en depósitos o en botellas, planteándose una disyuntiva: cosechar o dejar que las uvas se queden este año en el viñedo hasta pudrirse.
En declaraciones a AFP, Maryna Calow, portavoz de Wines of South Africa, vaticina que «el excedente hará caer los precios cuando los productores, desesperados, se deshagan de las existencias» e incluso que «80 bodegas y 350 viticultores podrían declararse en quiebra en el próximo año y medio».
Sin pretender olvidar que Suráfrica viene siendo el país más afectado por la pandemia de todo el continente, con más de 1,55 millones de contagiados y cerca de 53.000 fallecidos, el argumento del mal menor para hacer un bien mayor no parece haber convencido a los miembros de Vin Pro, que este invierno solicitaron la intervención de la Western Cape High Court para permitir que la provincia de Cabo Occidental –principal zona de producción vitivinícola– tenga sus propias normas sobre el consumo de vino en su territorio, matizando las severas medidas del estado de alarma dictadas por el ejecutivo central.
Ya el juez Norman Davis del Tribunal Superior de Pretoria había obligado al gobierno de Ramaphosa (Congreso Nacional Africano) a revisar algunas de las restricciones para combatir el virus relativas a los niveles 3 y 4 de alerta, por carecer del principio de «racionalidad», según informa el diario The Star. Así que la batalla se prevé larga y complicada.
«Durante 21 días, por favor, permanezcan sobrios», había solicitado a sus compatriotas hará poco más de un año el ministro de Seguridad, Bheki Cele. Aquel 25 de marzo, Sudáfrica no podía intuir que el estado de alarma –previsto para tres semanas– se prolongaría tanto tiempo. Así que los mandatarios decidieron sin consultar con nadie excluir las bebidas fermentadas y los destilados –igual que el tabaco– de los productos de primera necesidad protegidos por unos servicios mínimos. El resto se lo pueden imaginar…
A medida que la situación se ha prolongado, la indignación de la sociedad civil y los partidos de la oposición (Alianza Democrática, Luchadores por la Libertad Económica) ha ido en aumento, acusando al ejecutivo de erigirse en «niñera» de los sudafricanos. Mientras, el ciudadano de a pie ha ido flirteando con los peores hábitos del periodo prohibicionista estadounidense, como el saqueo de licorerías y almacenes de restaurantes a punta de pistola, el tráfico ilegal de botellas de dudosa procedencia, la elaboración artesanal de cerveza de piña y la destilación casera de espirituosos nada fiables.
¿Quién nos iba a decir que volveríamos a ver la ley leca campar a sus anchas en una nación democrática del siglo XXI, con la salud pública como coartada? El cine norteamericano nos ha explicado profusamente el desastre que supuso la aplicación de la enmienda XVIII de la Constitución de los Estados Unidos en todo el país entre 1920 y 1933: años violentos que propiciaron el auge del crimen organizado, sin que la Sociedad Estadounidense por la Templanza reconociera siquiera el daño que su iniciativa había causado.
Como hombre viajado y respetuoso de los más estrambóticos usos locales, puedo llegar a entender que países rabiosamente musulmanes como Afganistán, Arabia Saudita, Bangladés, Irán, Kuwait, Libia, Mauritania, Pakistán, Somalia, Sudán o Yemen prohíban la producción, importación o consumo de cualquier bebida alcohólica, puesto que no forman parte de su cultura ancestral. Me cuesta más aceptar la extrema severidad de las sanciones que aplican a los infractores, desde pena de reclusión hasta latigazos. Y me escandaliza particularmente esa doble moral que, en alguna de las citadas naciones antidemocráticas, permite a los visitantes foráneos echar un trago en sus exclusivos hoteles, al tiempo que los sátrapas hacen la vista gorda ante el cultivo masivo de cannabis y opio por parte de las mafias locales.
Parafraseando a Thomas de Quincey, se empieza por proscribir el vino y se acaba, como en Rusia durante el siglo XIX, ilegalizando el café, con penas para su consumo que incluían tortura y mutilación.
«Prohibido prohibir», proponían los jóvenes libertarios parisinos que se echaron a la calle en mayo del 1968, poniendo en duda el concepto de autoridad. De aquel eslogan algo naif, la mejor enseñanza que se puede extraer es la de sospechar siempre de cualquier restricción de las libertades individuales aplicada en beneficio de todos.
Incluso en estos tiempos duros que nos ha tocado vivir, conviene dejar algún consuelo inocente para la sufrida población. Y el vino es, además de un fermentado con baja graduación alcohólica, un alimento rico en polifenoles, ligado a nuestra agricultura ancestral y a la dieta mediterránea, vehículo de civilización y de cultura. O, como dejó escrito Alejandro Dumas, «si la comida es la parte material de la alimentación, el vino es la parte espiritual». ¡Como para prohibirlo!