THE OBJECTIVE
Jorge San Miguel

El fielato

«Ante la hercúlea dificultad de mejorar el mercado laboral, el acceso a la vivienda o el funcionamiento de la administración, nuestras nuevas élites políticas se han embarcado en tareas más modestas, como arreglar el sexo y el amor o desmontar la familia»

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El fielato

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Tengo escrito por aquí hace tiempo que el desprestigio del «idiota» y su sustitución por el hiperpolitizado, el «concernido», es una de las desgracias de este tiempo nuestro. Cuanto menos contenido sustantivo tenía la política, más se ha querido que «la política» permease todo. En un período en que los parlamentos perdían a toda velocidad su carácter deliberativo, convertidos a menudo en poco menos que un apéndice de las televisiones o el escenario de alguna producción subcontratada, como la casa esa de Guadalix; ante el declive de la actividad legislativa ordinaria, sustituida por los decretos leyes, y la prórroga sin fin de presupuestos; y cuando hasta presentarse a una investidura ha podido parecer un trámite demasiado engorroso. En lugar de todo eso, y con el -nunca ardiente- ánimo reformista del país agotado, nos hemos entretenido con el ciclo informativo de 24h, una buena ristra de elecciones y muchísimas cavilaciones sobre pactos. A última hora ha venido también el fascismo.

¿Sobre qué había que politizarse? No queda claro. Yo tengo amigos que se han politizado después de años y sólo han conseguido volverse más idiotas, si me permiten el retruécano. Tampoco queda nada claro cómo representan los partidos en su actual configuración los intereses reales de colectivos reales o clases, con la posible excepción de los pensionistas -plus si son vascos. Pero, mientras todo esto se aclara, y ante la hercúlea dificultad de mejorar el mercado laboral, el acceso a la vivienda o el funcionamiento de la administración, nuestras nuevas élites políticas se han embarcado en tareas más modestas, como arreglar el sexo y el amor o desmontar la familia.

Anda la gente sorprendida porque la izquierda unos ratos quiere enseñar a los niños a practicar el «beso negro» y al rato siguiente le da por regular o prohibir el porno. Las cosas de la izquierda sorprenden menos una vez se abandona la pretensión de interpretarlas a la luz de los hechos mismos, porque no suelen ir sobre los hechos sino sobre el agente. Alguien, creo que Carlos Esteban, lo definió con una fórmula que ha hecho justa fortuna: «Nunca es el qué, siempre es el quién». Lo decisivo aquí es pasar por el fielato: que nada quede fuera de la oficialidad y del control de la administración. Ni los besos negros. En otra época, ciertas izquierdas anarquizantes denunciaban la «terapeutización» de la vida, pero también dejé escrito por aquí que a todos se nos olvidó el Panóptico de Bentham apenas salió Fernando Simón en la tele haciendo chistecitos.

Aunque atribuir esta proliferación de chorradas a un plan o intención superior sería pecar de crédulos, no es difícil distinguir los presupuestos y los valores que animan a nuestros alegres ingenieros de la cosa: hay que reducir al máximo el campo de lo privado -achicar los espacios, como dicen los pedantes del fútbol- y asfixiar hasta donde se pueda todo lo que de espontáneo, tradicional, no reglado o consensual hay en la vida. La pandemia[contexto id=»460724″], a la vez que ha desnudado la ridiculez de sus pretensiones -quieren arreglar el sexo y no son capaces ni de traer suministros sanitarios-, nos muestra que hay mucha gente dispuesta a tragar en todo momento y circunstancia, y mucho amargado temeroso de que, como decía Mencken, alguien pueda ser feliz en alguna parte. Yo qué sé, quizás sea mejor creer que hay alguien al mando; pero hay ingenuidades que uno ya no se puede permitir después de haber estado en el vientre de la ballena.

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