Un cuento (gastronómico) de primavera
«Les propongo aquí un breve recorrido alfabético por mis 10 majares favoritos de estos meses»
Y de pronto es primavera, reza el título de un cuento de Julie Fogliano que el Washington Post consideró en 2012 como la mejor obra narrativa infantil de ese año. Un relato sobre los procesos cíclicos de la naturaleza que es, también, un canto al mundo vegetal y a la vida.
He recordado aquel libro que mi hijo leía con delectación porque, como viene siendo habitual en nuestro tiempo, la estación de las flores ha llegado cuando le ha dado la gana, haciendo caso omiso del calendario y del cambio oficial de temporada. Y apenas nos hemos dado cuenta, pendientes como estamos de las vacunas anti-Covid y el fin del estado de alarma, los líos políticos de costumbre y las gestas balompédicas de los chicos de Zidane.
Si me dejaran elegir, yo viviría todo el año en primavera, como si estuviera dentro de un lienzo de Sisley, Van Gogh o Botticelli. Es mi trimestre favorito porque las horas de sol se alargan, las temperaturas se vuelven benignas, la gente recupera las ganas de vivir y los alimentos estacionales tienen un no sé qué luminoso y reanimador. Sin embargo, desde que tengo memoria, un invierno remolón y un verano apresurado me impiden, demasiadas veces, disfrutar plenamente de mi época favorita del calendario.
«El primer día de la primavera es una cosa y el primer día primaveral es otra muy diferente», observaba con agudeza el novelista estadounidense Henry van Dyke. Afortunadamente, tenemos una retahíla de productos suculentos largamente esperados que nos recuerdan –a pesar de los vaivenes meteorológicos– el cambio de ciclo y nos trasladan, por la vía proustiana de la memoria gustativa, a paisajes bucólicos e instantes felices del pasado.
Prohibido suicidarse en primavera, proclamaba una obra teatral de Alejandro Casona. ¡A quién se le ocurriría hacer tal cosa cuando los espárragos, los erizos o las colmenillas se hallan en plena sazón! Sin ánimo de emular a Josep Pla –el autor que mejor ha glosado la gastronomía primaveral en títulos como Las horas o Lo que hemos comido–, les propongo aquí un breve recorrido alfabético por mis 10 majares favoritos de estos meses, que acaso podrían leer escuchando plácidamente el oratorio profano Die Jahreszeiten de Joseph Haydn –inspirado en la obra poética The Seasons del escocés James Thomson–, o bien la Sinfonía nº6 de Beethoven, también llamada Pastoral, o incluso el Concierto nº1 en mí mayor de Vivaldi, primera parte de Las cuatro estaciones dedicada –como es sabido– a nuestra dilecta e inspiradora primavera.
Alcachofa
De todas las hortalizas de tallo, la alcachofa es quizá la más rebelde, contradictoria, polémica y misteriosa. Y su preparación exige tantos cuidados como placeres aporta su consumo. «Es un producto conveniente para los ancianos y para los enfermos de melancolía», opinaba a principios del XVIII Louis Lemery en su Tratado de los alimentos. Medio siglo atrás, el novelista galo Antoine Furetière, advertía a las protagonistas de su Roman bourgeois contra los pecados que propiciaba su ingesta y las amenazaba: «Si alguna hubiese comido alcachofas, será señalada con el dedo». Y es que, con ese aspecto entre primitivo, orgánico y futurista, y ese sabor fuerte y marcado, difícil de asociar y de olvidar, la alcachofa es enemiga de la moderación, siendo todo en ella extremo y discutible, empezando por sus orígenes, que algunos tratadistas sitúan en el norte de África o en Sicilia. El historiador Bertrand Guégan sostiene que se trata del mismo cardo que el legendario cocinero de la Roma Imperial Apicio designaba como kinara y del cual dejó escritas innumerables recetas. Los romanos siguen siendo en nuestros días grandes devoradores de carciofi, que preparan fríos en vinagreta o fritos, alla giudia, siguiendo la tradición talmúdica de la vieja judería. Dicen que en Italia se pusieron de moda durante el Renacimiento y que Catalina de Médicis las introdujo después en la corte francesa cuando desposó a Enrique II, haciéndoselas servir en su noche de bodas, acaso por su fama de alimento afrodisíaco. «En las alcachofas, lo que más me gusta son las hojas. Me encanta mojarlas en una vinagreta de mostaza y apretarlas entre los dientes para extraer la pulpa delicada y sabrosa», confesaba el chef borgoñón Bernard Loiseau en su libro Les dimanches de Loiseau, donde revela igualmente su receta favorita, como entrante frío con carne de cangrejo: «la consistencia untuosa del puré de alcachofa se ve realzada por el gusto yodado del marisco». Alimento puñetero, que estropea fácilmente el vino con que se acompañe, requiere bebidas con raza y gusto muy marcado, buena acidez y toques salinos, cítricos o ahumados: fino o manzanilla, un pinot gris alsaciano o un chenin blanc del Loira, cerveza belga de trigo y hasta un vodka.
Atún
El thunnus thynnus es un pescado azul que cumple, anualmente, un rito biológico cuando, a finales del invierno, abandona las profundas aguas del Atlántico y se dirige al Mediterráneo oriental para efectuar la reproducción, atravesando en bandadas el Estrecho de Gibraltar sin haber ingerido apenas alimento, con objeto de desovar. Y en ese momento, cuando está más grueso y grasiento tras una copiosa alimentación invernal, cae preso en las sibilinas y kilométricas redes de almadraba, un invento secular de origen gaditano que proporciona piezas gloriosas a los pescadores de Sanlúcar de Barrameda y Zahara de los Atunes. El atún, llamado así de almadraba, es una delicia con textura de carne de buey grasienta que llega a nuestras mesas bien entrada la primavera, y no tiene nada que ver con otros tipos de túnidos como los atunes blancos o albacoras del Golfo de Vizcaya o el atún claro yellowfinn, tan apreciado por las industrias conserveras. Los japoneses lo saben bien y lo sirven crudo en sashimi, tartar o tataki, apenas marcado a la plancha. Personalmente, pienso que el atún es enemigo de cualquier cocción, aunque alguna vez he disfrutado una ventresca escabechada o unos tacos de lomo ligeramente rehogados al estilo siciliano, con cebolleta, cilantro picado y semillas de hinojo. Y luego están, claro, esa mojama (el lomo en salazón secado al sol) o ese atún de hijar (puesto en salmuera y luego desalado) que son una gloria de nuestras costas mediterráneas. Elijan el acompañamiento líquido en función de la receta, eviten blancos demasiado acuosos o tintos excesivos y no duden jamás de que un champagne con carácter o un riesling maduro resultan deliciosos con las preparaciones en crudo.
Chicharro
El Trachurus trachurus es un pescado azul de la familia de las carángidos, también llamado jurel o escribano, de excelente precio y escaso reconocimiento –salvo en Santa Cruz de Tenerife, donde existe, en forma de estatua, un Monumento al Chicharro–, que se distingue por sus vistosos reflejos entre plateados y verduscos. «Su personalísimo paladar, profundamente yodado, con un fondo de sabor que recuerda a la turba, y la firme consistencia de su carne hacen de ésta una especie en alza, que está siendo rescatada por la alta cocina y tiene la virtud añadida de su abundancia y baja cotización», han escrito al respecto José Ramón Martínez Peiró y Constantino Bértolo. «Tiene una carne muy grasienta, que resulta adecuada para parrilla u horno. Pero al adquirirlo, hay que cerciorarse de su punto de frescor, porque es una de las especies que, junto con la caballa, más pronto se deterioran», nos previene José Carlos Capel. El chicharro está presente, incluso como plato de menú diario, en innumerables casas de comidas, tascas ilustradas y tabernas marineras. Y para disfrutarlo, cuanto más sencilla la receta, mejor. A mí me gusta en escabeche, con una copa de manzanilla, o bien preparado a la bilbaína, con su ajada y sus guindillas, acompañado un tinto mediterráneo especiado tipo monastrell.
Colmenilla
«Las colmenillas son las setas de primavera por excelencia. Cada vez resultan más difíciles de encontrar. Es una seta carnosa y fina, que posee un perfume delicado que incorpora a los guisos. Aunque se piense que es una herejía comerlas a la francesa, de una manera que no corresponde a nuestra cultura, personalmente me gustan como las preparan en el país vecino, a la crema, y he de reconocer que no conozco ninguna otra receta que iguale sus resultados: la seta gana con ella, la crema obtenida es deliciosa y, como entrante, resulta de una finura insuperable. Rememorar los tiempos en que iba a buscar colmenillas con mi padre es uno de mis mejores recuerdos», contaba nuestro añorado amigo Santi Santamaría en La ética del gusto. Llamadas múrgules en Cataluña, karraspinas en Euskadi y morilles en Francia, pertenecen, como las trufas, a la subclase de hongos conocidos como Ascomicetes y, en lugar de laminillas o poros, tienen una especie de celdillas o panales muy característicos en el sombrerillo. Su carne, cartilaginosa y frágil, resulta inconfundible. Y esa consistencia única, unida a su curiosa apariencia, está en la base de su alto precio en el mercado; de ahí que se trate de un ingrediente de alta gastronomía, que no le servirán en una tasca cualquiera, y cuya textura determina muchas veces la receta. Mi preparación preferida ha sido siempre la que hacía Stéphane Guérin en La Gastroteca: rellenas de foie gras, pichón y trufa, salteadas con mantequilla y servidas con caldo de cocido. Pero tampoco rechazo un buen risotto o unos tagliatelle. Beban con ellas un tinto elegante y ya con algunos años, tipo Borgoña o Barolo, y sin dudarlo un vin jaune como es costumbre en el Jura.
Espárragos
«Los espárragos de abril para mí, los de mayo para mi amo, los de junio para ninguno», reza un viejo proverbio español, valorando la temporada más propicia para deleitarse con esta hortaliza de tallo. Y efectivamente, aunque la globalización del mercado alimenticio nos proporciona hoy (procedente de Centroamérica) dicho producto todo el año, el momento fetén para hincarle el diente es éste. Vayan al mercado y echen un vistazo, verán qué hermosura: esos enormes ejemplares blancos (coloquialmente llamados pericos), los verdes, tan sabrosos, o los espárragos silvestres (o trigueros), que son los mejores, largos, delgados, con un sabor amargo, un poco picante y persistente. ¿No se les hace la boca agua? A los griegos y a los romanos de la Antigüedad, también. Marcial ensalzaba los de Rávena y Druso cuenta que, cuando el emperador Octavio Augusto quería que se hiciera rápidamente algo, usaba una metáfora culinaria, velocius quam asparagi coquantur («en menos que cuecen unos espárragos»). Álvaro Cunqueiro, en La cocina cristiana de Occidente, interpreta este aforismo entendiendo que un gastrónomo de pro nunca debe permitir que se cuezan de más los delicados tallos y nos cuenta también leyendas sobre el fanatismo de los flamencos hacia el espárrago blanco, que comían con salsa muselina; nos previene contra los peligros del refrigerador (el frío merma su sabor) y defiende el maridaje con la mayonesa. «También eran del gusto de Rabelais —prosigue el eminente gallego—, quien por boca de Panurgo da la receta para obtener los más sabrosos espárragos del mundo: es preciso espolvorear la esparraguera con cuerno de macho cabrío, previamente molido. Rabelais aprovecha la ocasión, naturalmente, para referirse a ciertos maridos». «La Edad Media desprecia los espárragos —informa Néstor Luján en Como piñones mondados—, pero el Renacimiento aprendió a cultivarlos. Fue muy pronto comida de lujo y se cuenta que Luis XIV de Francia era tan goloso de ellos que apremiaba a sus jardineros para obtenerlos en invierno». Nutricionalmente, el espárrago es escasamente energético (25 Cal. por 100 gr.), pero rico en folatos y en vitaminas C y E. Los galenos de antaño le atribuían un suave efecto diurético, tónico y sedante, y lo recomendaban para el reumatismo, la vista cansada y el dolor de muelas. En España, son famosos los ejemplares procedentes de Navarra y los de la vega de Aranjuez. Los verdes fritos son plato habitual de cualquier taberna ilustrada, así como los pericos cocidos no fallan en ningún buen comedor burgués. A mí me gustan los trigueros en revuelto o quizá rehogados con mollejas de cordero. Para acompañarlos en la copa, busquen un blanco con filo y sabor marcado: un chenin blanc del Loira –que hubiera bebido Rabelais–, un Chablis o un godello algo maduro.
Erizos
«Estoy convencido de que la primera persona que se comió un erizo marino lo hizo por venganza: paseaba por la zona intermareal y, entre las piedras, pisó a uno de estos animalitos, clavándose sus púas en el pie, y decidió comérselo», especulaba el añorado Cristino Álvarez. El Paracentrotus lividus es un bicho de apariencia externa inquietante, un equinodermo con el caparazón lleno de temibles púas que habita en el litoral hasta los 30 metros de profundidad, entre rocas, charcas dejadas por la marea o agujeros excavados para protegerse de las corrientes. Evidentemente, lo que se come son las gónadas o yemas anaranjadas que hay en su interior y que alcanzan su máximo desarrollo a finales de invierno o comienzos de primavera, según venga la estación. Su gusto yodado y levemente dulce lo convierte en un producto altamente valorado, que transmite en un solo bocado toda la esencia del mar. Ya Aristóteles habla de los erizos como alimento de lujo en la Antigua Grecia. Y Mensiteo de Atenas dejó escrito que «son buenos para el estómago, abren el apetito, resultan diuréticos y constituyen un adecuado remedio contra la ictericia». Fuente de minerales como hierro, fósforo, potasio y vitamina A con escasa aportación calórica, el gran debate de los gourmets celtíberos sobre los erizos radica en quien prefiere los del Cantábrico, más grandes y untuosos, o los del Mare Nostrum, rojizos y salinos. Yo no le hago ascos a ninguno de los dos. Me gustan crudos, recién sacados del agua, con un buen pan de pueblo y una copa de tinto ligero sin el menor atisbo de madera. Pero también los he disfrutado gratinados, como hacen en las brasseries parisinas, y servidos con champagne. Tampoco están nada mal en revuelto –mejor con un huevo de codorniz– o en una receta propia que hacemos mucho en casa: crudos sobre un lecho de fideos de arroz japoneses, con un toque de ponzu, sal, pimienta y el mejor aceite de oliva virgen extra de arbequina que ustedes tengan.
Espardenya
Hace 30 años, los pescadores del litoral catalán las usaban como simple cebo y hoy cotizan en el mercado a no menos de 120 € el kilo. Así de voluble es la gastronomía. Lo que un día era carnaza o desecho, al otro se convierte en delicatessen carísima y casi al borde de la extinción. La culpa es de los grandes cocineros catalanes, que vienen reivindicando este alimento desde hace décadas y son responsables de que los glotones peninsulares nos refiramos a él por su apodo catalán (que sirve igualmente para designar unas pintorescas alpargatas). El Stichoppus regalis, también conocido como cohonbro o pepino de mar, es un holoturoideo de la familia de los equinodermos (en la que se incluyen también los erizos de mar), acéfalo (esto es, sin cabeza visible), con cuerpo muy musculoso y que vive en los fondos arenosos o fangosos del litoral marino. Tiene caparazón anaranjado pero se comercializa sólo el interior, ya que la parte comestible es el aparato digestivo. Y aunque, en teoría, se vende listo para cocinar, conviene limpiarlo para extraer impurezas e incluso cortarle las puntas, que suelen contener arena. Ferrán Adrià, en Los secretos de El Bulli, señala que «en su gusto parece mezclarse el sabor del calamar, la sepia, las vieiras y hasta las navajas». Un producto de elite que, a juicio del chef de Roses, sale mejor a la plancha o salteada, «ya que guisado pierde toda la magia de la textura». Las mejores, huelga decirlo, son las de la Costa Brava, aunque últimamente llegan muchas de Nueva Zelanda, pero no es lo mismo. Para probarlas, lo ideal es ir al borde del mar. Además de las recetas que recomienda Adrià, a mí me gustan rehogadas con tocino, papa criolla y mojo. Prueben a hacerlo en su casa y no dejen de acompañarlas con un blanco mediterráneo de xarel.lo, macabeo o garnacha blanca.
Guisantes
Originario de Oriente Medio y extendido en la Antigüedad por todo el Mediterráneo, el Pisum sativum es una planta leguminosa trepadora de la cual se usan en cocina las semillas. Aunque hasta el siglo XVI nuestros antepasados únicamente los comían secos, cuando no los empleaban como pienso para los caballos, los guisantes fueron reivindicados como alimento glamuroso en la corte versallesca de Louis XIV. Y desde entonces, están presentes en las mesas populares y palaciegas, alcanzando su mejor momento a partir de marzo, cuando llegan recién cosechados a nuestras despensas, procedentes del Maresme catalán, de Palencia, Asturias, Navarra, Granada, Murcia o Almería, donde los llamados présules del municipio de Dalías vienen luchando por obtener incluso una Indicación Geográfica Protegida. Tan fina y tierna resulta esta hortaliza de vaina cuando está fresca que Augusto Escoffier consideraba que debía disfrutarse en las 12 horas siguientes a la recolección. Luego, puntualiza el legendario maestro galo, se convierte en un buen acompañamiento para la carne. Por encima de todos, al menos en cotización (200 € el kilo), se hallan los guisantes lágrima guipuzcoanos, de las variedades Príncipe Alberto, Maravilla o Negret, considerados como el caviar de la huerta por su tamaño diminuto, que resultan un manjar casi lujurioso comidos casi crudos, apenas aderezados con un caldo concentrado de jamón ibérico para conservar su dimensión crujiente y pos-gusto clorofílico. Aunque el científico austríaco Mendel se inspiró en los guisantes vulgares para formular una de sus más famosas teorías genéticas, estos no tienen vocación de vanguardia ni requieren el uso de alta tecnología coquinaria para lucirse en las mesas públicas y privadas. Paul Bocuse recomendaba hervirlos levemente con mantequilla, en compañía de cebollitas tiernas y lardones de panceta. La versión española del plato apuesta por el aceite de oliva, el ajo y el jamón ibérico, que tampoco está nada mal. Los ingleses los hacen al vapor, con menta. Y, en la Provenza, los hemos tomado salteados con una pizca de tomillo. Beban con ellos un blanco seco con filo y siéntanse, por un momento, como en la Corte gabacha.
Habas
Cultivada en toda Europa meridional y en Oriente Próximo desde la Antigüedad, la Vicia faba es la única leguminosa originaria del Viejo Mundo y ya los egipcios, griegos y romanos apreciaron su textura harinosa y sabor fuerte, así como sus cualidades altamente nutrientes y salutíferas: rica fuente de carbohidratos, calcio, hierro, potasio, fósforo, fibra y ácido fólico, muy adecuada para los riñones y el sistema digestivo. Las habas se pueden comer crudas o cocidas, tiernas o maduras, frescas o secas, peladas o con piel. En sus Etimologías, San Isidro afirmó que fueron el primer alimento de los hombres, Plinio aconsejaba molerlas para dar densidad a la harina y Apicio transcribió las primeras recetas, siempre con el acompañamiento inmejorable de alguna pieza de cerdo. Las mejores páginas dedicadas a este producto las firma Josep Pla en su imprescindible Lo que hemos comido, donde explica cómo la revolución francesa y el posterior aburguesamiento de esa cocina desterró para siempre de las mesas galas esta rica legumbre “eliminada, por vulgar”; enuncia su teoría sobre la absoluta catalanidad de las habas «por ser éste el único pueblo que ha creado y mantenido una cocina aceptable con dicha leguminosa»; apunta sus preferencias en cuanto al producto («han de ser pequeñas, frescas, tiernas y levemente amargas»); exalta las bondades del infanticidio en su recolecta y advierte contra los excesos de grasa o tropiezos: «El sostén cárnico nunca debe abolir el gusto de las habas y todo lo que sea contradecir esto sólo demostrará riqueza, mal gusto y salvajismo». Las habas a la catalana son un clásico, por supuesto, pero la versión del mismo que más me ha gustado de siempre es la que preparaba Sacha Hormaechea con butifarra, queso de cabra y hierbabuena en ese bistrot ilustrado y canalla que lleva su nombre. Allí me gusta tomarlas con un tinto de gamay o una garnacha ligera de la Sierra de Gredos, aunque el maestro Pla hubiera preferido probablemente un vino del Ampurdán.
Perrechicos
Seta de Sant Jordi, usón, sisón, muserón, cogomelo de San Xurxo, moixarnó, udaberriko zizazuri o perretxico. Son muchos los nombres regionales de la Calocybe gambosa, esa seta pálida del tamaño de un tapón que es quizá la más efímera de todo el calendario micológico y, tal vez por eso, la más deseada. El perretxiko, apelativo vasco que ha terminado imponiéndose en comercios y restaurantes, es tan diminuto que rara vez un gourmet se refiere a él en singular; tan tierno y delicado, que no justifica recetas alambicadas ni largas elaboraciones culinarias. Suele aparecer en los prados a finales de abril, coincidiendo con la festividad de San Jorge –de ahí su nombre catalán–, y se nos ofrece durante unas pocas semanas, hasta la próxima temporada. De ahí sus precios elevados y la pasión con que algunos comensales lo reciben. En Vitoria, existe la tradición de comerlos con caracoles en el Día de San Prudencio (28 de abril), pero yo nunca le he visto la gracia a dicho emparejamiento. Para que no pierdan ese delicioso aroma a harina fresca y ese regusto a frutos secos, lo mejor es saltearlos (en plural) unos pocos segundos y emparejarlos, si gustan, con un huevo escalfado o –aún mejor– con la solitaria yema del mismo, que es la salsa natural más perfecta que conocemos. Otro modo de disfrutarlos es crudos, en una simple ensalada con tallos de sabor fuerte, tipo rúcula, berros o pamplinas. ¿Y de beber? Algo delicado y aéreo, como un blanco atlántico, una cerveza oude geuze –con esos sutiles aromas de fermentación– o un sake junmai ginjo que nos ayude a celebrar la explosión sápida de la primavera.