No es nada extraordinario
«Desconfío de la ‘originalidad’ en poesía: estaría toda la vida leyendo las ‘variantes’ con las que Eloy Sánchez Rosillo aborda los cuatro o cinco temas esenciales»
Hace unas semanas una buena amiga, editora, rechazó el libro de un muy buen amigo mío alegando que lo que había escrito era una historia muy buena, sí, y en cierto modo ejemplar, pero lamentablemente no era extraordinaria.
Tenía razón, seguramente, pero el argumento me dejó pensativo, porque si algo caracteriza con claridad muchas de las tendencias de la literatura de hoy es cierta búsqueda de la «normalidad», o por lo menos de la «proximidad»: se trata de que los escritores se apeen de la imaginación y escriban, sin más, sobre lo que les ha pasado, lo que han conocido, sobre un personaje cercano, sobre una mudanza, sobre un viaje, sobre un divorcio, sobre la enfermedad, sobre la propia infancia. Y no es necesario que haya nada extraordinario en todo ello, más bien al contrario: se busca lo cotidiano, lo compartido, lo universal, y basta con saber contarlo de algún modo particular, con algún detalle de estilo que justifique la crónica, la publicación, lo cual no siempre sucede, en absoluto. Aquella vieja máxima del periodismo de que «si un perro muerde a un niño, no hay noticia; si un niño muerde a un perro, media página» ha vivido una inversión en el terreno de juego de la ficción: parece que al lector literario de hoy le aburren las historias de piratas, los argumentos policiacos, las invenciones originales y sorprendentes… Ahora queremos que todo el mundo nos hable de sus padres, de cuándo llegó la tele a casa, de dónde estaban cuando el 23F, del primer amor, de los veranos en la playa… De cuando nos mordió un perro.
Mi amiga no sólo es editora sino que es francesa, lo cual multiplica lo extraordinario de ese «no es extraordinario», ya que Francia es el país que inventó, o que al menos llevó al paroxismo, la trivialidad en literatura. Ya alguna vez he escrito por aquí sobre ello, y no quiero insistir, sólo tratar de llegar un poquito más lejos a la hora de distinguir «normalidades», porque no todas son iguales, ni desde luego igual de significativas.
Nunca, ni con quince años, he entendido esos poemas en los que alguien exalta, sin más, una canción de Bob Dylan, o expresa su éxtasis al oír a Leonard Cohen… A todo el mundo nos gustan Dylan o Cohen, y por lo tanto son poemas inútiles, o al menos irrelevantes, de una inmadurez literariamente imperdonable, delatora. O por eso me aburre tanto la literatura erótica, aunque esté bien escrita: todos conocemos el sexo y a todos nos gusta follar. Las tramas eróticas pueden tener, para los aficionados, un interés suplementario, pero las «escenas de cama» son generalmente superfluas en los libros, o en los poemas… Y sin embargo, eso no se aplica simétricamente a todo: también hemos estado todos enamorados, y sin embargo los poemas de amor funcionan, aunque, claro, sólo cuando son realmente extraordinarios. Si un escritor nos va a decir que «el fuego quema», sería mejor que se callara: la poesía está para saber decir que «el fuego hoy está frío»… Un poema sobre Dylan o la crónica de un encuentro sexual pueden tener valor literario, si están escritos con algún tipo de «gracia», de talento, pero difícilmente tendrán valor testimonial, por consabidos. Y sin embargo…
Sin embargo, también todos nos hemos emocionado ante un amanecer, o ante el mar… y yo nunca me canso de la poesía (buena) que cuente eso. Desconfío de la «originalidad» en poesía: estaría toda la vida leyendo las «variantes» con las que Eloy Sánchez Rosillo aborda los cuatro o cinco temas esenciales y me canso de la poesía «caprichocrática» de Juan Carlos Mestre en cuanto llego al verso 10, como mucho: no aguanto lo arbitrario en literatura, y por supuesto que es muy superior insistir en lo primario que jugar a lo supuestamente colorido pero obviamente hueco. Quiero decir que cuando se mezcla la normalidad y la trascendencia, o, mejor, cuando lo que todos sabemos y vivimos sigue siendo misterioso, entonces la literatura ha de estar ahí. O cuando la rutina es testimonio indirecto de la gloria, como sucede en los buenos diarios. Por eso la poesía de amor sí está vigente, por eso sí puede ser editorialmente pertinente que alguien nos cuente que quiere mucho a su abuela, aunque todos lo hagamos, y aunque todas nuestras abuelas hayan sido, sin contradicción, sin competencia, la mejor abuela del mundo.
Yo mismo me debo de estar convirtiendo en un «lector de mi tiempo» porque cada vez me atrae menos la imaginación (aunque le atribuyo una clara superioridad creativa o «artística»), me dan más igual las novelas, y me interesa más la realidad contada, las «novelas de no ficción». Cuando alguien no tiene «nada demasiado extraordinario» que contar, es cuando los mecanismos literarios han de afinarse: la estructura es fundamental, la elección de dónde se pone el foco, en dónde se insiste, qué es lo que se subraya como especialmente epifánico, qué es lo que se sugiere que fue transformador… Por ejemplo, leyendo Los nombres propios, la magnífica ópera prima de Marta Jiménez Serrano, yo me quedé con ganas de saber un poco más sobre su Erasmus en Italia, temporada sobre la que apenas se apunta un detalle (precioso) sobre la coincidencia milimétrica de su estatura aquel año con la marca de hasta dónde había subido la crecida, años atrás, de un río. Lo que cuenta la novela es su infancia, su amiga invisible, el colegio, los veranos en el campo, lo que se veía en la tele, la elección de los estudios, el cambio del cuerpo, los primeros amores… Habría que ser muy torpe para concluir que lo que cuenta es poco significativo: si alguien escribe tan bien como ella, y levanta una estructura tan eficaz, el lector ha de entender que seguramente en toda esa «fábula» hay mucho más que lo que superficialmente se lee, y ha de esforzarse un poco más, ha de pensar, ha de trabajar… Es uno de los problemas de ese tipo de literatura «afrancesada»: nos está convirtiendo en lectores perezosos, nos estamos acostumbrando a que se nos cuenten historias personales diminutas de maneras deliberadamente sencillas, cuando no simples, de modo que cuando llega una novela como ésta, también «autobiográfica», nos quedamos en la historia, universal, sin escarbar en su dimensión literaria, única. Pasa algo parecido con Feria, de Ana Iris Simón, otro gran debut, pero lo que me ha impulsado a escribir este artículo es la lectura de, por un lado, La parcela, «autonovela» del poeta Alejandro Simón Partal, y, por otro, la de Fármaco, crónica de Almudena Sánchez.
La novela de Simón Partal se publicará en otoño en Caballo de Troya, de modo que no voy a escribir ahora sobre ella, pero ya adelanto que es una obra maestra, un ejemplo de cómo «ficcionalizar» y elevar a grandísima narrativa una experiencia personal más o menos «real», la prueba de cómo un punto de partida autobiográfico puede dar lugar a un relato sublime, sin renunciar a cierta sencillez elemental de espíritu, que no de estilo. Pero lo de Almudena Sánchez es más revelador. Igual que Eva Puyó, que hace dieciséis años publicó Ropa tendida, un libro de cuentos, y ahora ha regresado con Todos mis anhelos, un gran libro de «no ficción» sobre su padre, Sánchez triunfó hace unos años con La acústica de los iglús, una colección de ficciones extremas, a veces fantásticas, flirteando o directamente incurriendo con la ciencia ficción… y ahora, en su segundo libro, nos da noticias sobre la depresión que sufrió. Ya me imaginaba que el libro estaría bien, pero francamente no me esperaba que fuese tan magistral como es. La acústica de los iglús me dejó en su día bastante frío (dicho sea sin voluntad de hacer un chiste penoso), pero había una buena escritora detrás, original y genuina, con recursos. Pero Fármaco es realmente un libro donde esos mismos recursos de la fantasía se ponen al servicio de una realidad que también tiene algo de distorsión, por el aturdimiento de la enfermedad, por la agresividad de la medicación, por la propia percepción de la vida desde los sótanos de la tristeza. Y me parece por tanto, por sí solo, un libro que viene a legitimar la posible grandeza de esta literatura personal, de esta famosa «autoficción» de nuestro tiempo, todo un ejemplo de cómo contarse a sí misma de un modo nada formulario, nada epigonal, nada oportunista. Esto es literatura de primer grado, muy meritorio, verdaderamente brillante, una mala época convertida en una buena novela, en literatura «de moda», sí, pero también intemporal y duradera.