Bienteveo
«Nada es eterno pero hay cosas que lo parecen, por eso cuando vemos el sol luminosísimo sobre el mar azul y brillante nos parece imposible que la tormenta que se vislumbra en el horizonte nos vaya a alcanzar jamás»
Pasé el confinamiento junto al mar, en una casa muy por encima de mis posibilidades que miraba a África y al cabo Espartel desde lo alto de una ladera rocosa con olor a pino, jara y aire salado, cerca de Zahara de los Atunes. Al atardecer se encendía la linterna del faro de la punta de Gracia y nos intentábamos aprender la cadencia de su luz intermitente sin poner demasiado empeño. Recuerdo las noches cálidas y oscuras de cielo estrellado, con las luces de Tánger al fondo. Y el silencio. Un silencio que nos acompañaba siempre junto al rumor incesante de las olas. A veces, de madrugada, oíamos desde la cama el canto claro y fuerte del ruiseñor a través de la ventana abierta. Otras, el levante furioso, desatado, que zarandeaba árboles y levantaba la arena de la playa sin descanso, ocupándolo todo.
Tardé una semana en hacer la primera foto. Las vistas desde la casa eran preciosas, pero tendemos a acostumbrarnos a la belleza –o por lo menos yo lo hago con muchísima naturalidad– y me costó arrancar. Una vez que empecé ya no paré; tomaba fotos todos los días, en distintos momentos: al amanecer, al mediodía, por la tarde, durante la puesta de sol, de noche. Algunas mañanas era lo primero que hacía al abrir un ojo, bien temprano: coger la cámara y salir descalza persiguiendo una composición a partir de las nubes fantásticas del Estrecho, que eran las que mandaban siempre sobre el encuadre. Me di cuenta de que a través del objetivo era capaz de apreciar mejor la maravilla que me rodeaba. No solo la disfrutaba; también la veía. Sin la cámara había estado poco atenta.
A veces la vida –a través de una tía generosa, en este caso– te deja un regalo delicado y raro sobre el regazo. Los dos meses que pasamos allí los vivimos como una especie de sueño del que despertábamos a menudo avergonzados porque sabíamos que lo que había a nuestro alrededor era en realidad una pesadilla. El mundo se derrumbaba a solo unos kilómetros de nosotros pero, por alguna razón, se nos había concedido una tregua, un tiempo de paz, un paréntesis. Me alegra pensar que puedo mirar atrás segura de que aprovechamos cada minuto de aire libre, cada ratito de sol en la cara, cada momento los cuatro juntos. Es inútil flagelarse por la buena suerte cuando nos toca porque nada es eterno y, además, qué sé yo de lo que me aguarda a la vuelta de la esquina.
Porque nada es eterno pero hay cosas que lo parecen, por eso cuando vemos el sol luminosísimo sobre el mar azul y brillante nos parece imposible que la tormenta que se vislumbra en el horizonte nos vaya a alcanzar jamás. Aunque lo sabemos, no nos lo terminamos de creer. Como tampoco nos terminamos de creer que mañana será otro día cuando nos encontramos sumidos en la tristeza más profunda. No sé si la capacidad para ver con cierta distancia los estados de ánimo en los que nos vemos envueltos nos la va concediendo la edad. En cualquier caso, a mí es algo que siempre me ha costado mucho dominar, por eso me parece tan sorprendente que el haberme pasado dos meses haciendo fotos al mar por puro placer haya terminado ayudándome a aceptar de una forma más serena que nada es para siempre. Ni siquiera las penas. O, más bien, sobre todo las penas.