Europa y Norteamérica, ¿últimos bastiones?
«Aunque estén mucho más débiles que a finales del siglo pasado, Europa y Estados Unidos, apoyados por las pocas democracias sólidas del resto del mundo, no tienen más remedio que rehacerse y crear una vía pacífica para el resto de este siglo XXI»
La República Checa, amenazada por Rusia. Y la propia Rusia se retira del Donbass ucraniano entre crecientes rumores de que no es sino el preludio de una nueva invasión, ésta ya masiva como la de Crimea. En Australia temen una guerra abierta con una China comunista metida en su proceso más incierto desde la Revolución Cultural, con un genuino dictador como Xi Jinping a la cabeza del gigante comunista. En Francia, un gran grupo de altos oficiales militares clama que el país está «al borde de la guerra civil» y se está «desintegrando» por los «peligros del extremismo islámico y las hordas de los suburbios», a la vez que tacha de traidor a Emmanuel Macron.
La desestabilización social, con esas matanzas colectivas tan comunes ya en Estados Unidos, llega a lugares insospechados: nueve niños muertos a tiros en la Rusia del agresivo Putin. Las noticias se agolpan y componen un panorama muy desasosegante, quizá el de mayor tensión internacional desde la crisis de los misiles de Cuba hace seis decenios, y por delante de graves sucesos –Irak, Afganistán, las Torres Gemelas- más localizados, menos asociados a un caldo de cultivo general de aprensión y falta de respuestas.
Con la semiparalización mundial por la pandemia –nacida en China, y quién sabe cuándo sabremos con seguridad que fue por puro accidente–, acompañada de las más extrañas elecciones generales en Estados Unidos desde hace decenios, ha quedado patente el debilitamiento del orden internacional, con la Unión Europea desgarrada por la falta de unidad de propósitos de integración y afectada por la huida de Gran Bretaña, y la presencia de los estadounidenses en el mundo cada día más marginal porque su empantanamiento en Asia central durante 20 años los mueve al aislacionismo. Y los pequeños grupos violentos, generalmente islamistas, se percatan en todo el mundo y van atentando con creciente ferocidad en países europeos occidentales. Elemento tecnológico final: internet, ansiado vehículo de comunicación, se ha convertido en un arma arrojadiza de desinformación y subversión, y los ‘hackers’ rusos y chinos logran ya con facilidad cosas como paralizar un gran oleoducto en Estados Unidos.
Todo esto se venía labrando desde la crisis económica de 2008 y sus soluciones puntuales, insuficientes para relanzar la ciencia y la economía en el mundo. En España ya llevábamos más problemas acumulados desde antes, desde el 11 de marzo de 2004, y entre separatismos renacidos y admiradores de esos separatismos –en Valencia, en Baleares, en Galicia- el país lleva más de tres lustros deshilachándose.
Todavía no estamos en el nuevo 1 de septiembre de 1939, pero la amenaza es patente para todos. Y aunque estén mucho más débiles que a finales del siglo pasado, Europa y Estados Unidos, apoyados por las pocas democracias sólidas del resto del mundo, no tienen más remedio que rehacerse y crear una vía pacífica para el resto de este siglo XXI. No está nada claro que se logre, y además el cambio climático, a saltos y altibajos, sigue avanzando.